ᛏᚱᛖᛁᚾᛏᚨ᛫ᚢ︍᛫ᚲ︍ᚢᚨᛏᚱᛟ

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Ya no teníamos la misma relación que antes, por mucho que nos besáramos y acariciásemos todas las noches

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Ya no teníamos la misma relación que antes, por mucho que nos besáramos y acariciásemos todas las noches. Apenas conversábamos, tampoco coincidíamos en las comidas ni, por suerte, nos reprochábamos nada el uno al otro. Sin embargo, cada vez que el sol se escondía y ambos nos tumbábamos en la cama, nuestros cuerpos se acercaban en un acuerdo tácito. Supongo que era una manera de fingir que aquello seguía vivo, de intentar mantener la llama encendida, aunque el viento amenazase con volcar la vela. También era una forma de desahogarnos, de librarnos de la tensión del día a día.

Yo seguí visitando a Jack. Tú ya no me pedías explicaciones, aunque sí mostrabas cierta inquietud que me mantenía en alerta. Procuraba asegurarme de que nadie me siguiese al rodear el bosque para encontrarme con tu hermano en la casita de madera, cada mañana y algunas tardes. Siempre me rodeaba con sus brazos, sin decir ni una palabra, al llegar junto a él, y quedábamos así, abrazados y en silencio, sintiendo su corazón todavía latiendo.

Después, hablábamos. Él me preguntaba sobre la manada, sobre sus padres... Yo le confesé que, en esos momentos, él era lo único que me importaba, y que no tenía ninguna respuesta, excepto la de servirle mientras pudiese. No hablábamos de su enfermedad; me hubiese muerto de pena. Estaba tan conectada a él, tan unidas nuestras almas que no me imaginaba un día en el que él ya no estuviese.

Sin embargo, aquel día tuve que mirarlo a los ojos y tratar de enfrentar la verdad:

— Fuiste tú, ¿verdad?

Su rostro se transformó. La pequeña sonrisa que iluminaba su cara siempre hermética se apagó y sus ojos me estudiaron. Su agarre en mi cintura se afirmó, pero fingía ser indiferente.

— ¿Los asesinatos, dices?

Me inquietó que se lo tomara de forma tan casual. Los asesinatos, solamente, como si fuera un juego de niños, como si esas vidas perdidas fueran tan solo peones para conseguir acrecentar su ego.

— Lo pasamos mal. Llegué a odiarte, Jack.

Me soltó y se puso en pie, con el mentón marcado y las manos en puños. Bajó con rapidez las escaleras de madera y yo hice el amago de seguirlo, asomándome por el borde del tablón, pero algo en mí cambió. Me recosté de nuevo, en silencio, con las manos cruzadas sobre el pecho. Transcurrieron minutos en los que escuché los sonidos del bosque: las golondrinas, la brisa meciendo las copas de los árboles, el agua del río bajando... Y un sollozo.

Cerré los ojos y escuché a Jack llorar. Lo hacía con rabia, mordiéndose el puño, tapándose el rostro con las manos, soltando un grito desgarrador.

— Lo siento —susurró, aclarando su voz para exclamar en una retahíla, hacia el cielo—: ¿No hay redención para mí? Era un niño; aún lo sigo siendo. He matado por amor, he blasfemado por amor y ahora me encuentro solo, pasando mis últimos días atormentado, por los suelos, como nunca he estado. Lo único que me ata a la vida eres tú, Irina, pero tenemos que escondernos, nos sentimos culpables por estar junto al otro. ¿No puede dejar de atormentarnos el pasado?

𝐏𝐫𝐢𝐬𝐢𝐨𝐧𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐀𝐥𝐩𝐡𝐚𝐬 ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora