ᚹᛖᛁᚾᛏᛁᚲᛁᚾᚲᛟ

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Llegamos juntos a tu casa en un acuerdo tácito

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Llegamos juntos a tu casa en un acuerdo tácito. Caminábamos con lentitud por las calles oscuras, uno al lado del otro, en completo silencio. Estábamos agotados. Aunque aparentemente habíamos vencido, ¿a qué costo? Aquel ataque había dejado nuestras mentes atontadas y un nudo imborrable en la garganta.

Algunas preguntas flotaban entre nosotros, expectantes: ¿qué ocurriría esa noche, con el resguardo de los ojos cerrados? ¿Serviría de algo el esfuerzo que habíamos hecho para convencer a nuestros "compañeros"? ¿Algún día conseguiríamos librarnos de aquella sensación de tormento?

Sin embargo, ninguno de los dos pronunciaba palabra. Sacaste las llaves del bolsillo de tu americana y tardaste más de lo debido en introducir la llave en la cerradura. Ya dentro de esa protección hogareña, nos dirigimos a tu habitación. De espaldas a ti, sin saber siquiera lo que hacías, me quité el vestido. Tenía algunas gotas de sangre, pero me daba lo mismo, pues no pensaba volver a ponérmelo.

Me tiré boca abajo en la cama, únicamente con las bragas puestas, y escuché el sonido amortiguado del grifo del cuarto de baño llenando aquel silencio sepulcral que en aquel momento agradecía.

Sentía mis carnes frías, yo menuda, sola, lejos de casa. Recordaba aquellas noches de locura y éxtasis hasta el amanecer, cuando llegaba a casa y caía rendida en la cama, para después despertarme con una aspirina y un vaso de agua ya preparados, y esa regañina cariñosa que me hacía sentir como en casa. Me acordaba también del olor a maizena, mi capricho personal, y del mismo ambientador que mi padre tenía la manía de comprar siempre para el monovolumen.

Todo aquello pintaba mis vivencias, mis recuerdos, y la vida me los había arrebatado. En esa cama que no era la mía, ni siquiera la tuya, me sentí terriblemente sola, a la deriva. No tenía ni idea de lo que haría al día siguiente, estaba exenta de responsabilidades, no tenía ningún objetivo en ese lugar, donde había más seres parecidos a mí, pero que aún así no lograban transmitirme familiaridad.

Sentía dolor en los huesos, algo presionando mis costillas, como si quisieran rompérmelas. Rompí a llorar. Contra la almohada y el cuerpo tembloroso y encogido en aquel colchón infinito. Me quedaba sin aire y después lo tomaba a bocanadas, llegando a detestarlo. Una mano se posó en mi espalda. Hiciste que me girara, pero me tapé el rostro repleto de lágrimas saladas para que no vieras mi desiria. Me levantaste y me apretaste contra tu pecho. Presionaste tus labios en mi pelo y yo me aferré a tu camisa desabotonada.

- Lo siento - sollocé. Chistaste, esperando a que parase de balbucear palabras inintelegibles, pero yo quería librarme de esa ponzoña que albergaba mi interior -: Escúchame, escúchame, Jerek. Lo siento. Siento toda esta mierda, haberte engañado con Jack... Soy una hija de la grandísima puta - quisiste separarte y empezabas a replicarme, pero no te dejé - Te mereces a alguien mil veces mejor que yo, pero no puedo dejarte ir, Jerek, no puedo... Has aguantado lo inaguantable... ¡Me he acostado con tu hermano, joder! Es que parece que no te acuerdas, pero te he mentido en la puta cara y sigues aquí, abrazándome y consolándome y... y...

𝐏𝐫𝐢𝐬𝐢𝐨𝐧𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐀𝐥𝐩𝐡𝐚𝐬 ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora