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—¡Señor Geto! ¡Señor Geto! ¿Podemos tocar el piano de la sala?

—¡Sí, sí! ¡Por favor!

Dos chiquillas de nueve años saltaban por una pequeña casa típica japonesa que un pelinegro de larga melena se había hecho luego que sus padres murieran en un accidente en el campo.

Suguru, Suguru él, había desertado de la escuela de música de Tokio algunos meses atrás después de una pequeña charla con Satoru y un encuentro breve con Ieri. Se sentía aturdido, las prácticas ya no eran suficientes para sentirse mejor de todo lo que sucedía a su alrededor y era lo contrario; practicar el violín solo lo estaba ahogando.

La verdad, era que no quería volver a saber de la música luego de lo que pasó, no sólo con Yu Haibara o lo que siguió.



Era eso... Eso qué fué inevitable.

Le había tocado ir a hacer algo de trabajo comunitario por parte de la escuela. "Prácticas al aire libre" qué más bien era una forma de hacer que la gente empezara un abucheo colectivo.

«¡¿Eso qué es?!»

«¡Basura! ¡Deja de tocar esa mierda!»






«Nadie entiende tu música de mierda»

Ya había superado un poco eso. En realidad la gente ignorante poco le venía importando... Pero, ¿Qué se suponía que iba a hacer al ver a un par de niñas golpeadas y amarradas cómo animales en una jaula de madera?

¿Con toda esa gente burlándose de ellas? Cómo si sus sueños fueran un pecado.

Cómo si nacer con talento fuera un crimen.

Eran hijas de una chelista prodigio que dejó aquél pueblo de mierda en busca de éxito, pero que por desgracia, tuvo que dejar a sus hijas.

Las niñas poseían un talento inato, talento inconmensurable que eran incapaces de ocultar. Para ellas grabarse una melodía en su cabeza y reproducirla cómo quisieran, ya fuera silbando, cantando o intentando imitar el sonido en un pequeño xilofono que poseían en su pequeña casa luego de que su madre las dejara solas era cosa de todos los días.

Esas niñas eran una maravilla.

¿En qué estaba pensando al dejarlas solas? ¡Qué error!

El tiempo, inevitable, solo basto para que los demás niños en la aldea se encargaran de molestarlas y acorralarlas solo por celos o cualquier estupidez.

Luego vinieron los adultos, quienes en su ignorancia veían a las pequeñas cómo un mal ejemplo.

«Seguro serán igual de idiotas que su madre»

«¿Esa perra que se fue del pueblo? Ja, no dejaremos que las bastardas de esa idiota mal guíen a nuestros hijos»







«¿Música? Eso déjaselo a los que de verdad puedan hacerlo»

No podía pensar con claridad luego de que uno de los imbéciles de aquél pueblo lo llevara a esa jaula a mofarse de las chiquillas en su cara, contándole toda la historia asegurando que eran dos mocosas estúpidas que jamás llegarían a ser como él por más que hablaran.

«La música se lleva en la sangre. No por cuentos estúpidos»

Como pudo, —entre gritos y puñetazos que no tardó en controlar—se hizo de valor para llevarse a las niñas asegurándoles una vida mejor.

Pensó que lo mejor mientras estuvieran con él sería buscar a la mujer, y ver que las niñas tuvieran una figura materna de verdad, alguien que de verdad fuera capaz de cuidar de ellas. No a un tipo que había desertado de la escuela y que era incapaz de sensibilizarse con su instrumento cómo alguna vez lo hizo.

"¿Ella? Ah sí, murió entre los desfiguros en el teatro de la ciudad, ¿No lo escuchaste?

Sí, en el mismo día, cuando fue la presentación del chico que dejaron en coma...


Me parece que se llamaba Yu ¿No?"




Lo recordaba, la llama que le permitía seguir tocando y que de repente se había apagado por todo lo sucedido.

Después de lo que pasó con el comandante de las fuerzas anti-disturbios y luego de la coronación a Satoru por ser el héroe de una revolución artística qué estaba haciendo pasar a la sociedad por una desintegración paulatina, de un momento a otro se dió cuenta que ambos ya no cabían juntos en la misma página.

Satoru crecía, se hacía de más talento y él, él solo se apagaba.

Se marchitaba cuál flor sin pizca de agua.


Toji aplastó sus dedos con recelo aquél día. Lo había dejado incapacitado por dos meses y su habilidad pronto dejó de ser la de siempre.

Y nadie se lo dijo. Incluso pensó que era su propia cabeza jugandole sucio, haciéndolo sentir menos por su alrededor, pero no.

Luego de eso incluso hacer un vibrato se le dificultaba.

Su oído poco a poco se óxido y lo poco que llegaba a tocar lo repetía una y otra vez por no saber de pronto qué más hacer.


De pronto ese amor que le tuvo a la música se acabó.


—¿Por qué tanta curiosidad de pronto? Son unas chiquillas, deberían jugar con muñecas, no con un monstruo como ese —Les dijo él, risueño.


—¿Usted sabe tocar señor Geto?

De un momento a otro las cosas habían cambiado y, para él, ya no era opción seguir en la escuela cuando ya no había nada más que aprender.

De pronto le dejó de importar lo que pasase con Satoru, o tan siquiera su vieja amistad.

—Podría decirse... Pero lo hago horrible

—¡Queremos ver! ¿No es así Mimiko? —La niña pelinegra solo se alzó de hombros, tímida.


—De acuerdo

No. Eso no era una amistad.

Estaban hechos uno para el otro. Encajaban, eran una sola alma en dos cuerpos por separado.

Pero eso también le hacía daño, Satoru era un dulce veneno que se encargaba de moldearle a su antojo, le trituraba y lo pegaba a su modo.

Estar con él, a su lado era más doloroso que haber dejado de amar a la música.


Amarlo, amar a Satoru era dejar de amar a la música.







𝐖𝐞'𝐫𝐞 𝐓𝐡𝐞 𝐒𝐭𝐫𝐨𝐧𝐠𝐞𝐬𝐭, 𝐑𝐢𝐠𝐡𝐭? • 𝐒𝐚𝐭𝐨𝐬𝐮𝐠𝐮Donde viven las historias. Descúbrelo ahora