𝑮𝒂𝒓𝒓𝒆𝒕𝒕
Llegado el viernes (y por ende mis dos días de fin de semana libres), decidí hacer algo que llevaba días queriendo hacer pero que no podía por culpa del poco tiempo que disponía: pintar. Si algo había heredado de mi madre, a parte del buen gusto por la tarta de queso, fue el amor al arte de cualquier tipo, en especial por la música y la pintura (ésta última más que la primera). Supongo que esa parte de mí me había pegado fuerte pues había elegido la carrera de Diseño Grafico para dedicarme, de alguna u otra forma, al mundo del arte. Al igual que mi madre, mi especialidad era la ilustración y habíamos acabando haciendo lo mismo: ilustración editorial. Y a mí me encantaba. Pero algo que aún me gustaba más era, simplemente, coger un lienzo, mis botes de pintura y mis pinceles, y dejarme ir.
Sin camisa y con mi pantalón gris de pintar, me coloqué delante del lienzo y con un carboncillo dibujé lo que primero se me vino a la mente. Como muchas veces en los últimos años, la mente me jugó una mala pasada y acabé dibujando la roca plana de los bosques de alrededor del Observatorio Griffith a la que asistía muchas noches con Leighton. Había perdido la cuenta de la cantidad de lienzos que había en mi sótano con recuerdos de esos meses.
Mi favorito era uno en el que, como no, salía Leighton. Era uno de los mejores recuerdos tenía con ella. Uno de los más bonitos. Ella estaba cubierta con mi camisa negra, con un moño hecho mientras contemplaba uno de los cuadros de mi apartamento. Tenía ese instante grabado en mi mente y hacía dos años tuve que dibujarlo para ver si desaparecía de mi cabeza de una buena vez. Spoiler: no desapareció, pero salió un cuadro muy decente.
Pasé unas cuantas horas deslizando el pincel por el lienzo y mezclando colores hasta conseguir el resultado que visualizaba en mi mente. Casi siempre lo lograba y esa vez no fue menos. Cuando quise darme cuenta había oscurecido y la hora de cenar había llegado.
No me esmeré mucho con la cena, solo me hice un sándwich con mucho de todo y me lo comí sentado en el balcón mientras observaba a la gente pasar por la calle. No era muy transitada, seguramente sería la calle más tranquila de Los Ángeles, pero los viernes había más personas circulando por ella.
Cuando terminé, fui al baño y me di una rápida ducha para quitarme la pintura del torso. Una vez listo, me puse un pantalón corto de chándal y una camiseta básica, agarré el maletín del telescopio y un cojín y subí a mi azotea. Era día de estrellas. Al llegar, me arrodillé en el cojín y comencé a montar el telescopio. Solía llevar otro más pequeño, pero ese día quería llevar uno más grande y profesional pues iba a cruzar el cielo un asteroide. Con un poco de suerte lo podría ver.
Ya se sabía el recorrido que haría el asteroide, así que preparé el telescopio al inicio de su trayecto visible a ojo humano y esperé. No negaré que en más de una ocasión mi mirada se desvió hacia la azotea de enfrente.
Me giré sobresaltado cuando, al cabo de unos minutos, escuché la puerta de la azotea cerrarse.
Leighton.
―No sé si sigue en pie esa propuesta ―dijo señalando su móvil. Se la notaba insegura y eso era muy impropio de la Leighton que yo conocía―. He leído que hoy a las dos pasa un asteroide y he pensado que quizá podría verlo aquí.
―Esto... Sí, claro, sigue en pie.
No esperaba que apareciera allí por su propio pie. Era la último que me esperaba. Una cosa era hablar por mensaje y otra era tenerla allí, delante de mí.
Se acercó cauta, como un perrito asustado, y se sentó a mi lado. Observó con atención el telescopio.
―¿Es nuevo?
ESTÁS LEYENDO
Al caer las estrellas ©
RomanceCon veinticuatro años, un ex novio más tóxico que el arsénico y una empresa recién inaugurada, Leighton comienza una nueva vida de la mano de su prima Emma en Los Ángeles, a unas tres mil millas de su quería Gran Manzana. Garrett sigue resentido con...