53. Vane

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Narra Mónica

¿Y qué debía hacer? No podía vivir en un constante miedo de perder a Vanesa cada vez que me mencionase a Malú, las relaciones no funcionaban así. No podía vivir tampoco a la sombra de una relación anterior de mi pareja actual, así no podía seguir, creo que tenía que sincerarme, abrir mi corazón y expresar con palabras lo que ni yo era de capaz de comprender. No miento, sería difícil hacerlo, como periodista siempre encontraba las palabras adecuadas para todo tipo de circunstancias, pero ahora mismo me acababa de quedar muda. Muda.

Durante años había aprendido la importancia de las palabras en la vida en general, la diferencia que podía hacer decir una o decir otra, y en ese momento me estaba encontrando yo misma en esa encrucijada. La disyuntiva había hecho que me quedase callada ante las palabras de Vanesa, pensativa, intentando controlar todos los sentimientos que confluían dentro de mí, tratando de saber que es lo que trataba de decirme mi corazón, pero también mi cerebro. Me acordé del tatuaje que llevaba grabado en su piel, aquel en el que un corazón y un cerebro andaban de la mano, «hay que dejarse llevar por los impulsos siempre que exista un poco de raciocinio en ellos» me dijo aquel día, cuando me los explicó.

Y su propio tatuaje resonaba en mi sien, todo lo que acababa de decir retumbaba dentro de mí como los truenos en las tormentas de verano, y como en esas tormentas sentía que se avecinaba un chaparrón, de esos que inundan las calles en cuestión de minutos, que dejan tras de sí ríos donde había asfalto y desolación donde había vida.

Entonces encontré la respuesta a la disyuntiva que yo misma me había planteado, la contradicción era la que me frenaba, la que hacía que mis cuerdas vocales no vibrasen, que se quedaran quietas, expectantes. Tremenda paradoja que estaba creciendo en mis pensamientos, mi corazón decía: ¡corre!, levántate y abrázala como si el mundo se fuese a acabar mañana, bésala. Pero mi cerebro se oponía a esta decisión tomada por el ímpetu del momento, por los impulsos, el bombeo de sangre que cada vez era más intenso, mi juicio me decía: «habla con ella, háblalo, explícale tus miedos, enfréntate a ellos, si acaba mal no será tu culpa».

Ahí estaba yo, escuchando a mi mundo interior y lo único que pude hacer fue dejar mi cabeza sobre su hombro y cogerle la mano. Aunque ella fuese el motivo de mi agobio, ella era también mi hogar, el lugar donde uno corre cuando llueve y quiere estar protegido, la sonrisa que disipaba mi preocupación, era ella. Y como era ella, como era ella mi todo, solo pensé en refugiarme en ella, a su lado, mientras que diminutas lágrimas empezaron a amanecer en el horizonte de mis ojos, dando la bienvenida a un nuevo caos, justo cuando me di cuenta de que aquella vez mi cerebro había ganado la partida.

—Vane, no puedo más —dije resoplando, creo que ese era un buen comienzo, era verdad, no podía más.

Ella me miró, a tan solo unos centímetros de mí, casi podía notar su respiración, agitada. Su preocupación se acrecentaba a cada segundo que pasaba, su rostro se iba encogiendo, el dolor había vuelto a su expresión, y justo era eso lo que no quería, su dolor era el mío y supuse que el mío era el suyo.

—Explícate, por favor — me dijo mientras me apretaba la mano que aún teníamos cogida, era el ancla que nos aferraba al puerto donde descansaba nuestro amor.

Lancé una sonrisa sarcástica al aire, de esas que lanzas cuando lloras para intentar no derrumbarte aún más.

—Ay, si supiera yo explicarme... —sorbí con mi nariz—, es algo extraño Vanesa, algo que vive en el fondo de mí pero que algunas veces sale a la superficie, como hoy. No dudes que te quiero, no lo dudes ni un segundo, porque eso es lo que más claro tengo en estos momentos, te amo. Pero a la vez, siento que estoy a la sombra de algo que ya viviste, a veces siento que no soy suficiente, que por eso la besaste aquella noche y que por eso quieres mantenerla en tu vida.

—Pero Moni....¡aaaaaaysh! —dijo lo primero con un hilo de voz, lo segundo fue un grito de rabia o de lamento, o de ambos. Se levantó bruscamente del sofá, soltó mi mano, adentró sus dedos en su cabello, se estiró del pelo y gritó. Un grito ahogado que murió en su interior, pero que yo sentí como si hubiera terminado dentro de mí.

No supe qué decir, entendí que era mejor callar, Vanesa era de sangre caliente, necesitaba más tiempo que yo para asimilar las cosas. Esperé.

—No sé qué hacer, de verdad que no lo sé —se sinceró—. ¿Qué hago? ¿Qué hago? Dímelo, por favor. ¿Cómo te hago comprender que eres la mujer de mi vida?, ¡¿cómo?!

Habló su desesperación por ella, yo seguía callada porque ella daba vueltas sobre sí misma, sin mirarme, pensando en voz alta, iba a continuar hablando. Callé.

—Veo que las palabras no bastan, no sé como hacerte saber que eres ¡TÚ!, joder. Que se quiten las demás de en medio porque eres ¡TÚ!

Dijo esos «¡TÚ!» gritando, mirándome como nunca nadie me había mirado, a un palmo de mi rostro, penetrando en mi, extirpándome de golpe el ahora para dejarme caer en su mundo, en sus palabras. Los dijo apuntándome ferozmente con el dedo índice, con fuerza, con su puño cerrado a cal y canto.

—¡La madre que me parió! No, otra vez no, otra vez no Mónica, no voy a dejar que dudes de mí. Cometí un error, del cual no tengo excusa posible, ninguna excusa, pero no te voy a permitir que me digas que eres la sombra. ¿Qué sombra? ¡Qué sombra!

Yo seguía callada, estaba escuchando el monólogo y se me estaban colapsando todas las ideas. Nunca había visto a Vanesa así con nadie, ni cuando le cancelaron un concierto, ni si alguna vez le habían faltado al respeto, nunca. Yo no tenía ningún miedo, aunque estaba levantando la voz, lo hacía dando énfasis, sin faltarme al respeto, como suplicándole al cielo una solución.

—Me hablas de sombras cuando eres mi luz, me hablas de insuficiencia cuando eres mi todo, es que no lo entiendes, no lo entiendes, yo no giro alrededor del sol como el resto de la humanidad, yo giro alrededor de ti. Mi órbita son tus caderas y tu alma es mi centro de gravedad. Pero Mónica, yo ya no te lo puedo decir más claro, eres tú la que tiene que saber si aceptas mi amor o sigues dudando de mi fidelidad, yo más no puedo hacer. Me desvivo por ti, pero a veces eso no basta, no basta.

Aquí acabó, me quedé sin fuerza, me la había robado. ¿Y qué le decía yo ahora?

«De Tus Ojos»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora