Capítulo 3: Cactus

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—¡Moira, pegale!— Me gritaba una chica de estatura baja y cabello castaño.

Me había despistado tanto que un balón de vóleibol me había rebotado en la cabeza dejándome aturdida por el impacto.

La noche anterior había sido una locura. Desde la damn party, siguiéndole por lo del vagabundo, y terminando conmigo dibujando toda la noche incoherencias. Venir al instituto justo el día que tenía que ver deportes era descabellado, pero aún así vine por asuntos personales. La cabeza me daba vueltas por la resaca, sentía mucha sed y mis labios estaban secos. Ni siquiera había tenido el suficiente tiempo para cambiarme porque me había quedado dormida.

Todas las chicas del equipo observaron como yo me despabilada de mis pensamientos y sonreía con inocencia. Algunas se veían molestas de haberlas hecho perder su tiempo en esto, pero no era casi mi culpa estar prácticamente dormida en medio del gimnasio de la preparatoria.

—¡Spellman! Estás fuera. Puedes retirarte— Gritó la entrenadora en mi dirección, moviendo su dedo índice mostrándome la salida.

—Gracias a Dios— Dijo la misma chica de antes y yo solo pude desistir de decirle un par de cosas.

Caminé frotándome la cara. Estaba exhausta, no quería tener nada que ver con clases, ni tareas. Quería tomar una larga siesta hasta morir y que cuando estuvieran a punto de enterrarme, hiciera mi entrada triunfal levantándome de la tumba diciéndoles que apenas había tenido una corta siesta. Reí y negué con mi cabeza, tratando de esfumar mi cansancio, y caminé hasta las duchas.

Me duché con lentitud, podría estar ahí cientos de horas con tal de que el agua se llevara todo el cansancio que tenía en mis hombros, pero como no todo lo bueno duraba para siempre tuve que salir por las repentinas risas que ingresaron a las duchas. Las chicas del equipo de vóleibol se reían de alguna cosa que no me incumbia y procedían a lanzarse en las duchas para deshacerse del sudor que las empapaba por el fuerte entrenamiento que habían tenido. Yo, en cambio, salí con tranquilidad, enrollando la toalla en mi cuerpo y acercándome a mi casillero con el uniforme en la mano. Luego de guardarlo, saqué la ropa que traía conmigo antes de comenzar el entrenamiento.

—Spellman, ¿por qué tan distraída hoy?, ¿acaso tantas drogas han dañado tu cerebro?— Se mofó una chica que reconocí al instante, mientras se quitaba sus zapatos en una banqueta diagonal a mí.

Selina Speelbert. La mandona mas mandona del mundo. Y con eso me refiero a que he querido partirle la cara por ser tan demandante y creerse el centro del mundo, pero por problemas— diferencia de tamaño— no me atrevía a ello. Selina estaba junto a su grupo de amigas mientras reían por la pesada broma que querían gastarme. Aunque yo estaba exhausta como para prestarle atención a la peor de las bravuconas.

—¿Sabes, Selina? He estado drogandome tanto que al parecer me ha salido un puto tercer ojo— Dije, a la vez que ya me había cambiado y cerraba mi casillero con fuerza— Porque he presenciado como te has cagado de miedo todas las veces que la entrenadora te dirigía la palabra.

Un silencio sepulcral me hizo reconsiderar que debía cerrar mi boca antes de que mis dientes salieran volando de su sitio, pero en cambio, Selina me sacó su dedo corazón como respuesta. Yo le sonreí de vuelta, uniendo mi pulgar y mi índice en un circulo, dándole a entender que podía meterselo por donde sabía que le entraba.

Yo salí victoriosa, caminando hacía el almuerzo.

Caminé entre los pasillos atestados de gente. Estudiar en un colegio público en una ciudad de clase media tenía sus desventajas, y una de ellas era que siempre habían muchas personas en espacios reducidos como lo eran los pasillos de Loughlith. Cuando ingresamos, mi hermana y yo éramos muy jóvenes, yo siempre tenía miedo de ser rechazada y no tener amigos, pero con el paso del tiempo hice unos cuantos, aunque ahora ni me dirigieran la palabra. A Lori siempre se le hizo fácil convivir con muchas personas, y de hecho, gracias a ellos ganó una buena beca para una agencia de modelajes de la madre de una de sus mejores amigas. Realmente mi hermana y yo éramos totalmente diferentes, y aunque me costase admitirlo, siempre había sido mejor que yo. Al caminar esquivando a las personas, me encontré con Brooke, un chico con el cual tenía algo pendiente.

El día que la luna bajó a la tierra ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora