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Cuando mamá nada, aterra. Algo en ella se transforma, incluso si no consigo percibir con claridad si se trata de las aletas, el opérculo o la cloaca. El agua distorsiona. El agua erosiona. Lo noto en sus escamas roídas, propensas al púrpura, principalmente alrededor del cuello, en su ombligo y la vena, tras los encuentros con aquellas sombras que desfilan durante la noche por su lecho abisal. Los brazos crecen, pálidos; los dedos de sus manos, unidos por una membrana; las piernas te atrapan, te asfixian y nunca te dejan ir. Mamá es Circe. Yo, su cerdo. Mamá asoma sus ojos de plata desgastada en azul y canta para adormecer los músculos, las neuronas y, al final, la voluntad. Sus cabellos son tinta regada, tentáculos listos para succionar aliento, sangre, a través de sus ventosas. A veces, en cambio, son serpientes. Una diosa, un animal. La veo aproximarse en mis pesadillas más preciadas. Me ha encantado; su ausencia me lleva al borde de la locura. Camino sonámbulo hacia el acantilado. El mar. El amor. Adúltera, coquetea con la muerte, nacida para hipnotizar. Es monstruosa; yo lo soy, unidos por un cordón umbilical caducado. Apesta. Nado a su lado, sobre ella, muero en su interior. Observo a través de su agujero en forma de Dios. Y comprendo por qué la abuela le prohíbe bañarme; en ella purifica, en mí mancha. Cuando mamá nada, aterra.


[Nota de autora: He notado nuevas personitas por acá. Gracias, mil gracias, por su amor y su paciencia. Prometo que valdrá la pena. Abrazo. 💙]

Está en el aguaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora