11

60 18 5
                                    

02/04/1998

La luz del mar se cuela por los cristales. Descubres una pincelada tornasol, de diamante, sobre el mosaico blanco. Se supone debes contar siete colores; eso sí lo recuerda tu cabezota de piedra. ¿Quién dice que no aprendiste nada, que vives extraviado cual buque a la deriva? Jaque mate, puta maestra Mago. Si no te hubiese botado del salón a cada rato, quizás, sólo quizás, sabrías recitar estos mismos colores en inglés. Blue. Red. Yellow. Green. White. Brown. No. El café y el dorado no habitan el arcoíris, sólo en la piel de Martina; la mejilla apoyada sobre tu mano dormida. Duele. ¿Cómo será su padre? ¿Cómo lucirá el tuyo? Las manchas oscuras de sus muslos, asustan. ¿Ese tipo de cosas sólo le ocurren a las mujeres o algún día tus coyunturas también se teñirán de brown? Por lo menos ella es colorida. Tú no, tú eres un fantasma, por eso nadie te ve ni se compadece de ti. Como el mosaico. Bueno, Raúl te observa, te toca, pero no es con precisión lo que deseas. Lo que verdaderamente anhelas es...

Martina. Hoy tampoco iremos ¿verdad?

No, creo que no. ¿Qué hora es?

Las doce y veinte.

Mierda. No. Ya no fuimos.

La escuela siempre es un estorbo ¿no te parece? Hay que pararse temprano, gastamos en pasaje, en cartulinas. Tengo hambre. Ya estoy harto de comer palomitas para que nos salgan las cuentas.

... Tienes razón. Ya lo había pensado. Deberíamos buscar trabajo.

Ándale. ¿Y si abrimos la floristería que mamá quería?

Para eso hay que invertir, Nenúfar.

Entonces trabajemos en algo más y ahorremos.

Sí. Vamos.

Ruedan por el pueblo en busca de trabajo. Los mismos rostros amargos de siempre. Las mismas respuestas que a un par de moscas. Acaso descubren una cartulina que reza en los requisitos la mayoría de edad.

Yo tengo 17, mi hermano 16, pero podemos ayudarla. En verdad necesitamos dinero, nuestra mamá está en la cárcel.

... No, no creo que sea posible, pero dejen su número.

Nuestro número, Nenúfar.

N... no tenemos teléfono, señorita. ¿Podemos venir después?

Vale. Le comentaré al jefe.

¡Gracias! Hasta luego ... ¿y ahora qué?

Tengo mucha hambre, Martina. Debimos pedirle a la muchacha algo de comer, por lo menos un pambazo.

Vamos con Raúl.

No, no, Raúl no...

¿Por qué no?

Es un mentiroso.

¿Y tú qué sabes, imbécil?

Soy tu hermano y lo sé.

Cállate, vamos, él siempre nos alimenta.

Pero estamos muy lejos, estoy cansado, no he comido en años...

Terminas sentado ante la ventana que da al patio, lejos del resto, en aquel cuartucho que ya conoces muy bien. Observas a una paloma cagar desde las alturas mientras engulles un trozo de pizza congelada. Ríes. La mierda verde cae sobre una sábana tendida, váyase a saber de quién. Son las seis de la tarde. Ver cualquier imagen escatológica es mejor que juntarte con aquellos vagos, quienes fanfarronean sobre sus nuevas patinetas. Se encuentran a punto de salir. Escuchas, no, sientes las pisadas de Raúl aproximarse. Mantienes la vista fija en el exterior, como si no te percatases. Cuando, sin esperarlo, lo miras pasar, desgarbado. Es un muchacho alto, flaco y pálido, igual que tú; las piernas largas enfundadas en cuero, la camisa de red, el chaleco de traje que desentona encima... ¡¿no es maravilloso?! ¡¿No es como ver a una celebridad, de esas que cantan en la radio?! Mejor aún ¡en la tele! Su cabello lacio, tan oscuro, acaricia sus hombros con delicadeza. Pero lo que más te impresiona es su rostro. Cejas altivas, la derecha perforada; nariz respingona, pómulos y quijada marcados, labios sutiles, un lunar bajo ellos. Los ojos, que al descender del sol brillan en mil matices, delineados en sombra negra. El corazón se acelera, las palmas transpiran. De pronto, dos manos gélidas sobre tu cuello.

Nenúfar...

¿Quién era ese muchacho?

¿Quién?

El que pasó, el alto, el maquillado.

Jajajaja... ¿a poco te gusta Jacinto el cantinero?

Jacinto...

Aquel nombre sabe dulcísimo en tu boquita hinchada. Como la miel. Como un beso. Te relames, cuidadoso de que ninguna gota se desperdicie.

Jacinto... el jacinto es una flor ¿verdad?

Uh, sí, creo que sí.

¡Martina! [Te levantas, tan ansioso. Corres hacia ella.] ¿Cómo son los jacintos?

¿Los qué?

Los jacintos, las flores.

No sé. ¿A qué viene tanto escándalo?

Cuando abramos nuestra floristería, debemos tener muchos de esos. ¡Mil, dos mil, ocho mil jacintos!

Chinto el cantinero, sí, otro varón con nombre de flor. Como tú. Como ninguno. Porque también se maquilla, y es tan guapo. Es como acariciar el primer delirio, como si tu vida no poseyera sentido hasta entonces. Cuando salen, el depredador en patineta merodea con desdén el brillo de tus ojos. Y tú ríes, pobre tonto, herido a muerte por la flecha. 

Está en el aguaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora