43

31 11 0
                                    

13/07/1998

El fulgor de la luna propicia este tipo de eventos; como la marea, el aullar de los lobos, los gritos de los locos encerrados. Ojos blancos en la ventana. Caminas hacia el norte, por primera vez con una resolución severa, absurda, por cometer ese acto cotidiano que, aunque en otras circunstancias te es casi automático, sólo por hoy se trata de un redescubrimiento. Magia. Misticismo en la noche perfumada. Es apenas tu primer día de vacaciones de verano, y te es imposible dejar de vivir por la noche, dormir en presencia del sol. En sueños te persigue, te tienta. Está tan abominablemente sola; tan vulnerable a ser cazada. Emprendes su búsqueda, para poseerla, atraído por el magneto que es Selene. Las calles solitarias, el lejano murmullo del mar. En el bulevar, tu sombra crece a cada paso. Te has maquillado, llevas las cadenas de plata, el deseo entre las piernas.

Entonces miras otra silueta que camina con el mismo arrojo que tú, en sincronía, hacia el sur. Tus ojos hipnotizados comienzan por los tacones que liberan un eco solitario cada vez que son azotados contra el asfalto; es tanta su premura, su nerviosismo, que incluso por segundos el tobillo derecho se dobla, para recuperar su dignidad en segundos. Te deslizas hacia las pantorrillas flacas, los pantalones de mezclilla deshilachados a la altura de las rodillas. Descubres algunos cardenales aún purpúreos, otros que comienzan a tornarse cafés, verdes, amarillos. Viste una blusa azul, como su ánima, adornada al cuello con falsa pedrería. Miras sus hombros consumidos, el cuello largo, el cabello suelto y alocado... los labios en escandaloso carmín. Luce diferente. Incluso si la has visto en múltiples ocasiones, hoy porta una faceta extraña. Ausente. Transparente. La expresión medio ebria, avejentada, te impulsa a inquirir a tus adentros quién caerá en el anzuelo de quién. Cerca, muy cerca, cuando están por cruzarse, acaricia con sus dedos helados tu mano; la mirada delirante sonríe. "Ven. Tú, sólo tú". Es la melancolía de Circe, solitaria, peligrosa, que grita como un relámpago en tu columna. El metal con su filo atraviesa tu garganta, son cuatro ganchos: te detienes, das la vuelta, a perseguirla desde la caña con la que fuiste pescado.

Sonríes. Hay una pequeña llama en ti que es sincera, que se inflama con el balanceo de sus caderas al caminar. Imitas su paso. Se funden las sombras. Sabes que van de retorno porque el olor a orines y a marisco del mar lame tus narinas. Es como andar directo hacia el abismo: excita al tiempo que aterra hasta rabiar. Podrías correr, brincar, gritar, podrías estallar en un aullido de euforia. Ella se recarga contra la puerta donde la dejaste la última ocasión; descubre su vientre. Porta una nueva perforación en el ombligo. Brilla, fantasmagórica. Te espera, en un acto que descubres es suicida. Avanzas rápido, verdugo feliz, y la tomas por fin entre tus brazos. Su coxis huesudo topa con el tuyo, la mano violenta se desliza bajo la blusa, apretujas sus nalgas, tu lengua es invasiva e impiadosa en su cavidad poco profanada que se queja entre saliva. Animal carroñero, devoras la boca del cadáver. La deseas tanto que le arrancarías la campanilla, la columna vertebral completa. Rasguñas su piel blanca, encajas una rodilla entre sus piernas, la arrinconas; eres una bestia, exhibes tu desesperación. Incluso si al principio ella se marea, agobiada, en algún momento te corresponde con idéntica rudeza. Se frotan. Te suelta solo para cogerte de la nuca y chuparte el cuello, la carne mojada que recorre desde la mejilla y la quijada, hasta el pescuezo.

¿Te cuento un secreto?

[Respira agitada contra tu oreja.]

¿Qué?

Iba por ti, a tu departamento.

Pues yo venía hacia ti.

Te deseo. Te deseo tanto como tú a mí. Creo que voy a enloquecer.

Ella se vuelve, toma la llave, abre con torpeza. Miras la noche, la luna que es voyeur; se ocultan de su ojo siniestro al adentrarse. Cruzas el umbral azul. Su mano te arrastra. Observas al ave enjaulada de la puerta, el sitio que huele a su perfume entre luces añiles. Un foco parpadea, débil. Sobre el sofá hay una mancha negra que después sabes es el recuerdo de la abuela. Su cama es muy pequeña, por lo que sigues su figura fantasma hacia el lecho apolillado donde Lorena, la baleada, compartía sus amores. La muerta, mojada, reemplaza a la luna: los mira desde el techo. Sus dientes acuosos brillan como perlas.

Está en el aguaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora