Capítulo 1

115 9 0
                                    

—¡Daniela, a comer!— Mamá ya estaba gritándome desde el primer piso en la cocina para que bajara a cenar.

—¡VOY!— Salté de la cama y bajé corriendo por las escaleras.

No me dio tiempo a tocar la silla cuando mamá se giró hacia mí con una mirada de advertencia.

—¿Te has lavado las manos?

—Claro que sí—. Mentí.

Estiré el brazo y atrapé, con dos dedos, una aceituna del recipiente de madera.

—¿Cuántas veces te lo tengo que repetir? Venga, que la cena ya está lista.

—Pero si...

—Tu nariz está roja—. Dijo, mientras me la pellizcaba con dos dedos.

Hice la cara a un lado consiguiendo que me soltara.

—Agh, a veces odio que me conozcas tanto—. Volqué los ojos e hice lo que me pedía.

Entré al baño que había debajo de las escaleras y lavé mis manos, mientras observaba el reflejo en el espejo. Cuándo terminé, cerré el grifo y, sacudiendo mis manos en el aire, volví al comedor. La cena ya estaba servida, y mamá sentada esperando para comer. El estofado yacía sobre ambos platos, esperando a ser devorado y desprendiendo un aroma que se me hacía irresistible. Amaba el estofado de mi madre.

—¿Qué tal tu día?—. Preguntó mientras me sentaba.

—Estudiando. Se acercan las vacaciones de navidad, y eso significa que los exámenes también.

Cogí la cuchara y me la llevé a la boca.

—Por cierto, tenemos vecinos nuevos. Parecen muy simpáticos y agradables, ¿ya los has visto?

—Aún no—. La miré dejando caer la cuchara sobre el plato. —¿Se han mudado a la casa de al lado? ¿A qué hora?

De repente, alguien hizo sonar el timbre.

Ambas nos giramos hacía la puerta y después nos miramos confusas. Era bastante tarde como para que alguien viniera de visita.

—¿Esperas a alguien?

—No.

—Que raro—. Se levantó y fue a abrir.

Un chico de cabello oscuro fue revelado detrás de la puerta. Vestía completamente de negro, con una sudadera y su capcuha puesta. Se la bajó casi de inmediato para que se le viera la cara. No era de extrañar que sus ojos fueran castaños y tuviera la piel bastante pálida. La vergüenza me invadió el cuerpo, porque yo ya estaba en pijama y con unas pantuflas de pato amarillas fluorescentes. Cogí mi plato y terminé de cenar en la cocina, donde podía oír lo que decían, pero no ver.

—Buenas noches, señora. Soy Dylan Morgan. Nos acabamos de mudar aquí al lado y pensé que estaría bien saludar. Siento las horas. Mi madre les ha hecho esta tarta. Espera que les guste y lamenta no haber podido venir.

—Oh, vaya. ¿Se encuentra bien?

—Sí, solo está cansada. Han sido muchas horas en coche.

—Entiendo. Muchas gracias, Dylan. Yo soy Elisabeth. ¿Quieres pasar? Hace mucho frío aquí fuera.

Justo después de escuchar la invitación, dejé mi plato en el fregadero y fui corriendo para asomarme desde el pasillo. El chico no pareció sorprendido de verme.

—No se preocupe—. Le sonrió a mi madre. —Solo he venido a traerles esta tarta. Disculpen que les haya interrumpido la cena.

Entonces mi madre pareció percatarse de mi presencia, haciéndose a un lado obligándome a ir a su lado.

—Esta es mi hija.

—Daniela—. Le sonreí.

—Un gusto Daniela—. Me devolvió la sonrisa y volvió a mirar a mi madre. —Y señora Elisabeth. Espero verlas más a menudo, vecinas—. Se despidió y, cuando estuvo fuera del jardín, cerré la puerta.

—Qué chico tan simpático.

—A mi me parece extraño.

—Venga, a la cama, que mañana tienes clase.

—Cuidado no entre. Tal vez sea un asesino en serie.

—Ja, ja. Muy graciosa. Venga a dormir.

Le di las buenas noches con un abrazo y un beso en cada mejilla y subí a mi habitación.

Como cada noche, abrí la ventana y me senté en la repisa a mirar las estrellas. Hacía bastante frío así que me envolví en una manta. Eché un vistazo rápido a la casa de los vecinos. Tenían todas las luces apagadas, excepto una. Observé cómo alguien saltaba desde la única ventana con luz. Era un chico, con una chaqueta gris desabrochada y la capucha puesta. Corrió hasta la verja que indicaba el final de la propiedad y escaló los barrotes. A punto de saltar, levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los míos, como si supiera que había estado ahí observándolo. Una sonrisa que me provocó escalofríos se dibujó en sus labios. El único y pequeño farol que alumbraba entre su casa y la mía me dejó ver un poco de su rostro, aunque algunos mechones le caían sobre los ojos sin dejarme ver bien del todo. Era bastante guapo, como si hubiera salido de una de esas típicas películas cliché americanas; Rubio, ojos azules, piel pálida y una mandíbula bien ceñida.

"Seguro que juega al fútbol", pensé.

Tragué dificultosamente y entré de nuevo, —y torpemente—, a mi habitación. Cerré la ventana y cortinas. Me acurruque en la cama e intenté dormir.

El silencio de la locuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora