Capítulo 12

22 2 0
                                    

La cabeza me palpitaba por el dolor del golpe. Me llevé la mano a la frente y observé que estaba en mi cama. ¿Cuándo y cómo había llegado hasta aquí? Me senté con los pies tocando el suelo y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Cerré la ventana y alguien llamó a la puerta. Bajé corriendo muy entusiasmada a abrir. Mamá me había llamado esa misma mañana para decirme que llegaría a casa por la tarde noche. Tenía ganas de abrazarla, de contarle lo que acababa de presenciar de camino a casa. Así con ella me sentiría protegida, podría llorar. Ella era la única persona que me entendía de verdad, así que estaba segura de que con esto lo haría.

—¿Mamá?—. La sonrisa se me borró de la cara en cuanto vi a dos agentes de policía con uniforme.

—¿La señorita Pulchritudo?

Asentí con la cabeza algo asustada. Temía que me preguntaran por el asesinato que había presenciado en el río.

"¿Y si después me matan a mí, o toman venganza contra mamá?". Debía callarme. Sí, eso sería lo mejor.

—¿Ha... ha pasado algo?

—¿Eres hija de Elisabeth Pulchritudo?

Volví a asentir, pero ahora las preguntas que me surgían eran otras.

"¿Mamá ha hecho algo malo?" "¿Mamá ha tenido un accidente?" "¿Dónde está ella?" "¿La han arrestado?" "¿Está bien?".

—¿Hay alguien más en su casa? ¿Algún adulto?

Negué con la cabeza. No podía hablar, se me había hecho un nudo en la garganta.

—Me temo que no son buenas noticias para usted, señorita Pulchritudo.

"Joder. Mierda".

Me quedé pálida esperando la peor de las notícias. Y, entonces;

—Su madre ha fallecido—. Dijo su compañero. A partir de ahí no pude escuchar nada más.


Mi madre estaba muerta, y yo había presenciado un asesinato. Todo estaba saliendo mal. Me dió un revolcón en el estómago y sentí unas ganas urgentes de vomitar. Me tragué las arcadas y me di cuenta de que no había escuchado nada de lo que estaban diciendo.

—¿Qué?—. Pregunté casi sin voz.

—Mañana a primera hora vendrán los de la seguridad social para llevarla a una casa de acogida. Allí vivirá con otros adolescentes y niños en situaciones muy parecidas a la suya.

—¿No puedo... no puedo quedarme?

Ambos negaron con la cabeza, mirándome con lástima. ¿Por qué miran así cuándo te dan una de las peores noticias de tu vida? ¿Creen que así dolerá menos, o que no dolerá?

—Al ser menor no podemos dejarla sola. A menos de que cuente con algún otro tutor legal o alguien que pudiera adoptarla.

Volví a negar con la cabeza. Dejé que terminaran de hablar y, cuándo se fueron, cerré la puerta. Todo lo que había estado acumulando y tragando durante la conversación lo dejé ir en forma de vómito. Corrí al baño y me arrodillé frente al retrete para acabar de vaciar. Al acabar, tiré de la cadena y me estiré en el sofá a llorar. Puse una película para intentar distraerme, pero todo me recordaba a ella, hasta el más mínimo detalle.

El silencio de la locuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora