Capítulo 9

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CHRIS.

Daniela, ¿qué puedo decir de ella? Fue la primera chica en la que me fijé al llegar aquí. Su pelo rubio, sus ojos claros y su piel perfecta. Desde el primer día, me dije a mi mismo que esa chica sería mía. Había estado en mi ventana mirando hacia su casa desde que vi entrar a un chico. Se trataba de Ander. Nos conocíamos por el equipo de fútbol, aunque debo dejar muy claro que no es nada bueno. Cuándo por fin salió una sonrisa se dibujó en mis labios, y miles de pensamientos me vinieron a la cabeza.

18 años antes.
31 de diciembre de 2003.

Era año nuevo, mamá había invitado a toda la familia a casa para celebrarlo con pollo relleno. Estábamos todos en el comedor, sentados alrededor de la mesa comiendo. Cada persona tenía un regalo para los demás, pero por más que yo recibía, no tenía nada que dar.

—No hay mejores o peores regalos, lo que cuenta es quien los hace, y el sacrificio—. Comentó la tía Georgia, y todos parecían estar de acuerdo.

En esas dieciséis palabras, yo solo me había centrado en dos: el sacrificio.

Todos comenzaron a hablar al mismo tiempo, pisándose los unos a los otros, manteniendo distintas conversaciones en paralelo. Hablaban de cosas que yo no entendía. Nadie me miraba y yo me sentía culpable por no haber hecho ningún sacrificio, así que decidí darles una sorpresa.

—Mami, ¿Puedo ir al baño?—. Pregunté sentado en mi trona desde la punta de la mesa.

Todos callaron y me miraron a mi.

—Claro. ¿Quieres que te acompañe?

—No, puedo ir yo solito.

Papá me ayudó a bajar y me dejó de pie en el suelo. Salí al pasillo cerrando la puerta detrás de mí y esperé a que todos volvieran a hablar como antes. Bajé las escaleras intentando no caer, cogiéndome de los palos de la barandilla, y fuí al estudio de papá. Abrí el cajón más alto de su escritorio y cogí un cuchillo. Era negro, con algunos detalles dibujados en plata. Salí de casa, con él en la mano, por la puerta de detrás. Corrí adentrándome en el bosque. El suelo estaba cubierto de nieve, y los árboles y los arbustos también. Finalmente me vi a mí mismo en un camino sin salida. De pronto se escuchó el crujir de unas ramas. Tenía miedo, porque sabía que no debía estar ahí. Solo faltaban unos minutos para media noche, y eso significaba que todo estaba oscuro.

—¿Hay...? ¿Hay alguien ahí?—. Pregunté al aire asustado, y cogí con más fuerza el cuchillo.

Las piernas ya me temblaban. Retrocedí unos pasos alejándome de las plantas, y cuándo estaba a punto de salir corriendo, un zorro saltó delante de mi cara. No me lo pensé dos veces y lo atravesé con el cuchillo. Muy pronto dejó de moverse y lo dejé caer al suelo. Para asegurarme de que estuviera muerto, lo apuñale un par de veces más, —y quien dice un par, dice cinco—. La hoja del cuchillo se tinto del rojo de la sangre. Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios. Cogí el animal por las patas traseras y volví corriendo a mi casa mientras reía. Abrí la puerta del comedor y todos se giraron hacia mí, que escondía el zorro en la espalda.

—Hijo, ven aquí—. Me ordenó mi madre con una dulce sonrisa.

—Os he traído un regalo.

Sus caras irradiaban felicidad después de mi anuncio. Corrí hasta la mesa, me subí a una de las sillas, y dejé el zorro encima de la bandeja de plata, donde antes se había servido el pollo. Mamá soltó un grito ahogado mientras que se llevaba una mano al pecho. La reacción de los demás no fue muy diferente. Lo abrí por la barriga y le arranqué el corazón alzándolo en el aire. La sangre manchaba mi mano y corría por el brazo. Las gotas caían de una en una sobre la mesa.
Cuando les vi las caras estaban horrorizados. Mamá y papá parecían decepcionados. Mi expresión cambió a una triste.

—¿Feliz año?—. Dije a punto de llorar.

La tía Georgia se desmayó. Su marido fue a atenderla mientras que los demás se iban a sus hogares. Mis padres no les detuvieron, al contrario, ellos estaban sentados en sus asientos mirándome con decepción. Cuándo nos quedamos los tres solos, yo les miré de la manera más inocente preguntando qué mal había hecho yo. Verbalice esas palabras en forma de pregunta, pero ninguno me contestó. Mi madre me cogió en brazos y me subió a la habitación. Me arropó en una cama de dimensiones diminutas, pero en la que cabía perfectamente, y me dió un beso en la frente.

—¿He hecho algo malo, mami?—. Pregunté con una gran tristeza dentro de mí cuerpecito diminuto.

—No te preocupes, cielo. No has hecho nada malo.

—¿Y por qué papá está enfadado?

Pasó su mano por mi pelo y me sonrió.

—Descansa, ¿vale? Mañana será un nuevo día.

—Buenas noches, mami.

—Buenas noches, mi amor.

—Buenas noches, feto de Dylan—. Dije con una mano en su tripa, y acerqué mis labios para dejarle un beso justo ahí.

Después se marchó apagando la luz y cerrando la puerta detrás suya.

Actualidad.
Octubre de 2021.

—Padre—. Saludé cuándo entró en casa.

Acabé de bajar los últimos escalones que me faltaban y quedamos el uno delante del otro.

—¿Crees que no me he dado cuenta de tus escapadas por la noche?

—Perdona, padre—. Agaché la cabeza mirando sus zapatos.

—Tienes prohibido salir después de las siete—. Me pasó por el lado y comenzó a subir las escaleras.

Me giré hacia él con la esperanza de que se hubiera equivocado.

—Antes era a las ocho.

—Tus actos tienen consecuencias. Ten cuidado si no quieres que te vuelva a encerrar.

—¡Solo quería ir a verla!

—Te prohíbo que lo hagas.

—¡TE ODIO!—. Y tras gritarle eso, escuché como cerraba la puerta de su habitación. —Te odio.

Mamá se asomó por la puerta del comedor y me dedicó una mirada compasiva.

—Sabes cómo es. Te quiere.

—Deja de protegerlo. Él no sabe lo que es querer—. Subí las escaleras y volví a mi habitación.

Me senté en la cama mirando por la ventana a la habitación de Daniela, donde la luz acababa de encenderse.

El silencio de la locuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora