Capitulo II

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Cuando desperté encontré el brazo de Queequeg amigablemente colocado encima de mí. Pronto recordé los acontecimientos de la noche anterior y traté de apartar el brazo, pero el arponero continuó roncando como si tal cosa. Me revolví, le llamé y por último logré apartar aquel brazo. El hombre se sentó en la cama y me miró, tras de frotarse los ojos, hasta que pareció caer en la cuenta de dónde estaba y quién era yo.

Por fin me dijo que si quería, podía yo levantarme el primero para vestirme y que luego lo haría él, lo cual me pareció una cortesía por su parte. Pero el caso es que se levantó y comenzó a vestirse primero por la parte de arriba, es decir, poniéndose el sombrero, y sin pantalones aún, se puso las botas. Como las ventanas no tenían cortinas, medité en lo que pensarían los vecinos si veían aquella indecente figura sin más atuendo que un sombrero y unas botas. Luego se lavó el pecho y los brazos, pero no la cara, la cual no se limpió hasta que no tuvo la camisa puesta. Jamás he visto tal manera de asearse.

Pues, ¿y el afeitado? ¡Nada de navaja! Descolgó el arpón de donde estaba y desenfundando la hoja lo utilizó para rasurarse, frente a un trozo de espejo. Y tan pronto como terminó su tocado, se lanzó fuera de la habitación.

Bajé tras él y saludé al sonriente patrón. La taberna estaba llena de gente, casi toda ella compuesta de balleneros, calafateadores, carpinteros de ribera y herreros.

-¡A la pitanza! -gritó el patrón.

Y, ante mi sorpresa, ya que esperaba una animada conversación sobre pesca, captura, etc., la comida transcurrió en completo silencio. Queequeg estaba en la cabecera, frío, sereno y orgulloso. Eso sí, empleaba, y con cierto peligro para los demás, el arpón, alargándolo sobre la mesa para pinchar con él los filetes que deseaba comer.

Terminado el yantar, me di un paseo por las calles de New Bedford, e incluso escuché un sermón y un oficio en la Capilla de Balleneros, extraño lugar, con un púlpito más complicado y raro de los que haya visto en mi vida. El padre Arce, célebre predicador, guiaba a sus fieles con términos marineros, tales como «¡A ver, avante aquellos del fondo! ¡Los de babor, a estribor!» y así sucesivamente. Luego, nos habló del libro de Jonás, tema muy apropiado para feligreses que eran casi todos ellos pescadores de ballenas.

Cuando volví a la posada, encontré a Queequeg completamente solo, sentado cerca del fuego y con el idolíllo negro en las manos. Al verme, dejó la figurita y cogió un libro, se lo puso en las rodillas y comenzó

contar las hojas minuciosamente. A cada cincuenta páginas levantaba la vista y lanzaba un silbido de asombro. Luego comenzaba de nuevo por el número uno, como si no supiera contar más que hasta el medio centenar.

Yo traté de explicarle la otra finalidad que podían tener los libros, aparte de contarles las hojas, y él se interesó en el asunto, sobre todo cuando le interpreté las láminas. Fumamos una pipa juntos, y una vez acabada, me manifestó que estábamos casados, lo cual en su país supongo que significaría que éramos amigos, porque otra interpretación no pensaba yo darle. Tras de cenar, nos marchamos juntos a la alcoba. Sacó una bolsa, y de ella unos treinta dólares de plata, que dividió en dos montones iguales, y empujando uno de ellos hacia mí me dio a entender que eran míos. Yo quise protestar, pero él me los metió en el bolsillo sin contemplaciones y luego se dedicó a sus devociones con el idolillo, las astillas de madera y el fueguecillo que con ellas encendió. Me quiso dar a entender que podía acompañarle, pero al fin y al cabo yo era un buen cristiano y no tenía interés alguno en adorar a una figurilla de madera.

Una vez acabada la ceremonia, nos metimos en la cama y nos dormimos tras de charlar un rato, él con su media lengua y yo en el buen inglés que me habían enseñado.

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora