Capitulo XV

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El modo que tuvo Acab de abandonar el Samuel Enderby, el barco británico, tuvo alguna otra consecuencia. Fue tal la rabia con que se dejó caer sobre el banco de su ballenera, que el golpe hizo resquebrajarse su pata de marfil. Y cuando, una vez ya a bordo, la metió en uno de los agujeros de sustentación, la pata artificial volvió a resentirse, de manera que a partir de entonces ya no podía confiar en ella como antes.

No era la primera vez que tenía conflictos con la pierna marfileña. Poco antes de embarcarse en el Pequod, en Nantucket, se le encontró una noche caído de bruces y sin sentido. Al parecer, a consecuencia de algún accidente desconocido, la pierna había saltado y casi le había atravesado la ingle. Una herida que sólo curó a costa de tiempo y de dificultades.

Ese accidente había sido, precisamente, el culpable de que Acab permaneciera tanto tiempo encerrado en su camarote y sin ver a nadie cuando nos embarcamos.

Pero sólo muy pocas personas lo sabían, entre ellos Peleg y su socio Bildad. Por tanto, en cuanto estuvo a bordo, llamó al carpintero y le ordenó que comenzase la fabricación de una pierna nueva. No era fácil tarea, pero el hombre se puso al instante al trabajo, recabando todo cuanto marfil hubiera a bordo para elegir el mejor trozo, el más duro y el que mejor se ajustase al encargo. La obra debía ser perfecta, según exigió Acab, y el artesano sabía lo duro que podía ser el capitán, sobre todo tratándose de aquella pierna que tan necesaria le era.

Pero pasemos a otra cosa. En el Pequod debía haberse abierto una pequeña vía de agua y, según costumbre, se estaba achicando la cala. Salía bastante aceite mezclado con el agua, lo que indicaba que los barriles debían tener escapes. Eso produjo una gran consternación a bordo.

Starbuck fue a la cámara a comunicar la noticia a Acab. El Pequod iba acercándose por el sudoeste a Formosa, donde el mar de China desemboca en el Pacífico. Por tanto, Starbuck encontró al comandante con un mapa de los archipiélagos orientales extendido ante sí. Con su flamante pierna de marfil apoyada en la mesa atornillada, Acab fruncía el ceño y trazaba nuevas rutas. Al oír pisadas, ni siquiera se volvió.

-¡A cubierta! -ordenó-. ¡Fuera de aquí!

-Capitán, soy yo, Starbuck. Los barriles de aceite de la cala se salen, señor. Hay que abrir las escotillas y remover la estiba.

-¿Abrir las escotillas? ¿Ahora que nos acercamos al Japón vamos a sacar los barriles? ¿Quedarnos aquí al pairo una semana entera?

-O lo hacemos, señor, o perderemos en un día más aceite del que podamos recobrar en un año. Vale la pena conservar lo que hemos venido a buscar a veinte mil millas.

-Así es, si es que podemos atraparlo.

-Hablaba del aceite de la cala, señor.

-Y yo no hablaba ni pensaba en eso. ¡Márchese! ¡Goteras sobre goteras! ¡Que se salga el aceite! No sólo se salen los barriles, sino que entra agua en la cala, lo que es mucho peor, y sin embargo no me detengo a reparar la avería, pues ¿cómo se la va a encontrar en un barco abarrotado? ¡Starbuck! ¡No permitiré que se abran las escotillas!

-¿Qué dirán los armadores, señor?

-Déjelos en su playa de Nantucket, y que aúllen todo lo que quieran. ¿Qué le importan a Acab? ¡Armadores! ¡Siempre me está usted sermoneando con esos armadores roñosos, como si fueran mi conciencia! Pero, escuche: no hay más armador que el que manda y no se le olvide que mi conciencia va en la quilla del barco. ¡A cubierta, largo de aquí!

El segundo enrojeció. Avanzó hacia el interior de la cámara.

-Capitán Acab: Alguien mejor que yo podría perdonarle lo que no toleraría de un hombre más joven y... más dichoso que usted, capitán.

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora