Capitulo VIII

5.9K 77 4
                                    

Si hubierais seguido al capitán Acab hasta la cámara después de la insensata aceptación por parte de la tripulación de sus propósitos maníacos, le habríais visto dirigirse a un armario que había en los finos de popa, sacar un gran rollo arrugado de cartas marinas y extenderlo ante sí sobre la mesa atornillada al suelo.

Se sentó ante ella y se puso a estudiar con atención las diversas líneas que se ofrecían a su vista, y con un lápiz y mano segura aunque lenta, trazó nuevas rutas por espacios hasta entonces vacíos. En ocasiones echaba mano a unos derroteros que tenía a su lado, donde estaban apuntados los lugares y ocasiones en que se habían visto o cazado cachalotes en los viajes de otros barcos.

Mientras se entregaba a esta ocupación, el pesado farol de peltre, colgando con cadenas sobre su cabeza, se balanceaba siguiendo los movimientos del barco y proyectaba luces y sombras sobre la frente contraída.

Acab hacía lo mismo casi todas las noches, y casi siempre borraba algunos trazos de lápiz, sustituyéndolos por otros. Tejía las cartas de los cuatro océanos que tenía delante, con su laberinto de corrientes y remolinos, para asegurar la consecución de la idea fija que le roía el alma.

Para quien no esté al tanto de las costumbres de los cachalotes y las ballenas, podrá parecer una idea absurda buscar de ese modo a un animal solitario en el océano, pero no le parecía así a Acab, que conocía perfectamente las series de corrientes y mareas y podía calcular la deriva de los pasos del cachalote, y así calibrar las posibilidades de encontrarlo en tal lugar o tal fecha.

Es cosa conocida y probada la periodicidad de las visitas de los cachalotes a determinadas aguas, tanto que muchos cazadores piensan que sería posible establecerlas, como se hace con los bancos de bacalao o los de los arenques.

Los cachalotes, al desplazarse de unos «pastos» a otros, siguen casi siempre lo que se llama «vetas», sin desviarse ni un punto de determinadas direcciones marítimas, con exactitud tan precisa que no hubo jamás ningún buque que siguiera su derrota en mapa con tan maravillosa precisión.

De ahí que Acab confiara en encontrar su presa en pastos bien conocidos y pensara que podía incluso adelantarse a sus intenciones para esperarla en el instante preciso.

Había una circunstancia que podía trastornar el plan del capitán Acab. Aunque los cachalotes en manada tengan sus costumbres regulares, no se puede estar seguro de que las manadas que frecuenten un pasto sean

las mismas que lo hagan en la temporada siguiente. Esto mismo es aplicable sobre todo a los cachalotes solitarios, como era el caso de Moby Dick. Aunque a éste se le hubiera visto en las islas Seychelles, por ejemplo, no se podía deducir matemáticamente por ello que en la época posterior hubiera de encontrarse allí.

Ahora bien, el Pequod había zarpado de Nantucket precisamente al comienzo de la «temporada» en el Ecuador, de modo que de ninguna manera el capitán podía lograr hacer toda la travesía hacia el Sur, doblar el Cabo de Hornos y recorrer sesenta grados de latitud para llegar al Pacífico Ecuatorial a tiempo para la caza. Tenía, pues, que esperar a la temporada próxima. Pero por otra parte ello le daba tiempo para, aquellos trescientos sesenta y cinco días, dedicarse a la pesca, que al fin y al cabo era para lo que se había armado el Pequod, sin olvidar tampoco el buscar a Moby Dick por si alguna casualidad extraordinaria lo ponía a su alcance.

Sin embargo, aun admitido todo eso, resulta claramente insensato el que se pueda reconocer a una ballena solitaria, aunque la encontrara. Es decir, resultaría insensato para alguien que no tuviera como Acab, la pista del gigantesco morro blanco que resultaba sobre todas las demás ballenas.

Bien, el caso es que aunque consumido en la hoguera de sus ardientes propósitos de venganza, no debía olvidar su deber como capitán de un buque ballenero. Para ello necesitaba un instrumento tan propenso a estropearse como los hombres. Sabía, por ejemplo, que por mucho que fuera el ascendiente magnético que ejercía sobre Starbuck, temía no poder llegar a dominarlo por entero, ya que su primer oficial detestaba en el fondo de su alma los propósitos vengativos del capitán. Por ello debía tratar de alternar su poder sobre él en lo relativo a su propósito, con el objetivo principal de la nave, que era el de cazar ballenas.

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora