Fue un par de semanas después de la última escena de caza referida, y mientras navegábamos por un sereno y soñoliento mar de mediodía, cuando las numerosas narices de la cubierta del Pequod percibieron en el mar un olor nada agradable, por cierto.
-Apostaría cualquier cosa -dijo Starbuck-, a que anda por aquí alguna ballena de las que colgamos los jaropes el otro día. Ya me parecía que no habían de dejar de mostrarse en la arboladura.
La bruma se disipó y pudimos ver a lo lejos un barco cuyas velas aferradas indicaba que debía llevar alguna ballena al costado, colgando. Al acercarnos más vimos que enarbolaba pabellón francés, y por la nube de buitres marinos que revoloteaba y planeaba alrededor, pudimos colegir que dicha ballena debía ser de las que los pescadores llaman roñosas, es decir, una ballena muerta. Ya se puede imaginar el hedor que despide una mole semejante peor que el de una ciudad aquejada por una epidemia de peste.
Tan intolerable resulta para algunos, que ni la mayor avaricia podría persuadirles para atracar a su lado. Hay quienes lo hacen pese a todo, a pesar de que el aceite que se saca de semejantes clientes es de calidad muy inferior y nada parecido al agua de rosas.
Al acercarnos vimos que el francés no llevaba una sola, sino dos, una a cada costado, y aún resultaba más «perfumada» la segunda que la primera.
El Pequod estaba ya tan próximo al barco francés que Stubb hubiera jurado poder identificar el mango de su azadón enredado en las cuerdas que rodeaban la cola de una de las ballenas.
-¡Vaya frescura! -gritaba-. ¡Vaya un chacal! Ya sabía yo que esas ranas de franceses son muy pobres diablos como balleneros, pero me asombra ver que se contente con nuestros desperdicios. Vamos, haced una colecta para los pobres, caballeros. Pero, ¿y la otra? Sacaría yo más sebo del palo mayor que de ese pobre saco de huesos.
La calma había caído, y quieras que no, el Pequod se hallaba envuelto en aquel hedor, y sin más esperanzas de salir de él que la de que el viento soplase de nuevo. Saliendo de la cámara, Stubb llamó a la tripulación de su ballenera y salió bogando hacia el desconocido navío. Al acercarse a su proa, observó que según el gusto francés, la parte superior de la roda estaba tallada simulando un gran tallo pendiente, pintado de verde y llevando a modo de espinas tachones de cobre clavados. El conjunto terminaba en un capullo cerrado y de color rojo vivo.
En la amura, en grandes letras, se leía la palabra «Bouton de Rose» (capullo de rosa) que era el romántico nombre del perfumado buque.
Aunque Stubb sólo entendió la palabra Rosa, se llevó las manos a la nariz, burlonamente.
Para lograr ponerse en contacto con la gente de a bordo, hubo de dar la vuelta a la proa y pasar a la banda de estribor, junto a la ballena roñosa y hablar por encima de ella.
-¡Ah del Bouton de Rose! ¿Tenéis algún capullito que hable inglés?
-Sí -respondió un tipo, que resultó ser el piloto y que procedía de Guernesey.
-¿Habéis visto a la Ballena Blanca?
-¿La qué?
-¡La Ballena Blanca! Un cachalote, al que llaman Moby Dick.
-Nunca la oí nombrar. ¡Cachalot Blanc! Nunca. Jamás.
-Muy bien, pues hasta luego. No tardaremos en volver.
Bogando rápidamente volvió al Pequod y viendo a Acab en la regala del alcázar, le dijo que no había nada nuevo.
Acab se metió en la cámara y Stubb volvió al barco francés.
Observó que el oficial que manejaba su azadón ballenero tenía una bolsa en las narices:
-¿Qué le ocurre? ¿Se la partió?
ESTÁS LEYENDO
Moby Dick
RandomAutor: HERMAN MELVILLE La historia la narra Ismael, un superviviente del último viaje del Pequod, el barco ballenero comandado por el Capitán Acab. Ismael nos cuanta como se enrola siendo un chaval en el Pequod, un barco que emprenderá un largo viaj...