Capitulo IV

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Ya hablé antes de un marinero llamado Bulkington al que conocí en el mesón. Pues ahora lo encontré en el timón. Me extrañé al ver que un hombre que había desembarcado sólo unos días antes, se lanzase de nuevo a la aventura, como si la tierra le quemase los pies. Tengo ahora que hablar, siquiera sea someramente, del resto de la tripulación del Pequod.

El primer oficial era, como ya dije, Starbuck, un cuáquero de Nantucket. Tenía unos treinta años y era delgado, casi reseco, y duro como la galleta marina. También era valiente y muy peligroso, como todos los cuáqueros, pero su valentía jamás le hacía olvidarse de la prudencia. «En mi lancha no quiero a nadie que no tema a las ballenas», decía, con lo que quería dar a entender que el que no conoce el miedo resulta mucho más peligroso que un cobarde para sus compañeros.

Stubb era el segundo oficial, y dotado de un inalterable buen humor, patroneaba su ballenera con mano firme y segura. Cuando llegaba el momento culminante de la lucha con el cetáceo, manejaba el arpón de una manera inexorable y fría. Una pipa corta pendía siempre de sus labios, y era más fácil imaginárselo saltar de la litera sin su nariz que sin su pipa. Sobre una repisa tenía una larga serie de ellas, bien cargadas y al alcance de la mano, y al vestirse, en lugar de meterse los pantalones se ponía la pipa entre los dientes.

El tercer oficial era Flask, natural de Tisbury, joven rechoncho y enemigo declarado de las ballenas, con las cuales parecía tener un resentimiento personal. Por lo cual resultaba temerario con ellas, y las consideraba enemigos, primero, y luego materia negociable, es decir, comercial. A bordo del Pequod le llamaban «El Pendolón», porque se parecía mucho a ese madero corto y grueso que sirve a los balleneros del Ártico para defender al barco de las presiones de los hielos.

Estos tres oficiales eran los que patroneaban las tres balleneras del Pequod. Podríamos decir de ellos que eran los comandantes de las compañías. Y como tales comandantes llevaban cada uno de ellos un segundo, un lugarteniente encargado de entregarle una lanza nueva cuando la primera se había torcido al arponear una ballena, y ayudarle en la caza. Una estrecha relación se entablaba entre ambos, ya que debían compenetrarse perfectamente o la caza no funcionaba.

Starbuck había elegido como arponero a Queequeg. Stubb tomó a Tashtego, un indio americano de pura raza, de largos y lacios cabellos, pómulos prominentes y ojos redondos v negros. Venía de una raza de antiguos cazadores de ballenas y era un hombre en el que se podía confiar siempre.

El tercer arponero era Daggoo, un gigantesco negro, salvaje, del color de la pez. De las orejas le colgaban aretes de oro, grandes como argollas. Se había alistado siendo casi un niño en un barco ballenero que tocó en su tierra, y desde entonces sólo conocía aquella tierra natal, en África, Nantucket y los puertos que tocaban los barcos en que viajaba. Andaba por cubierta con la prestancia que le daban sus dos metros de altura y su hercúlea humanidad. Casi todos tenían que mirarle de abajo arriba. Era el arponero de Flask, que a su lado parecía un peón de ajedrez.

De los demás tripulantes poco puedo decir. No eran ni mejores ni peores que la multitud de marineros que burbujea en los puertos. Muchos de ellos procedían de las islas Azores, tierra propicia para los balleneros, y de las islas Shetland, que gozan de igual fama.

Y sigo, pues, mi historia tras de este breve inciso. Durante varios días, tras de zarpar de Nantucket, no se vio ni rastro del capitán Acab. Los oficiales se turnaban regularmente en las guardias, y a juzgar por las apariencias parecían los verdaderos dueños del buque. Sólo que de cuando en cuando salían de la cámara dando órdenes bruscas y terminantes que se veía claramente que alguien les había dictado.

Cada vez que subía yo a cubierta, después de una guardia abajo, miraba en el acto a popa, para ver si bahía en ella un rostro que me resultase desconocido, y siempre recordaba las diabólicas insinuaciones del viejo Elías sobre nuestro capitán invisible.

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora