Capitulo XVII

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-¡Hay que arriar la verga de gavia alta, señor! El recamiento está flojo y la braza de sotavento rota. ¿La arrío?

-¡No arríes nada! Amarradla. Es más, si tuviera mastelerillos, los izaría.

-¡Señor! ¡Por Dios bendito, señor!

-¿Qué ocurre ahora?

-Las anclas golpean. ¿Las izo a bordo?

-Ni arriar ni izar, sino asegurarlo todo. El viento arrecia, pero aún no se me ha subido a la barba. ¡Con cien mil legiones de demonios! ¿Me tomas por el patrón de una barca de sabotaje? ¡Vamos, lo que os hace falta es un buen cordial, ya que no tenéis tripas para aguantar!

Stubb y Flask comenzaron a amarrar las anclas.

-Vamos, machaca ese nudo para pasarlo, pero no creo en lo que me decías. ¿No dijiste una vez que alguien que navegara con Acab debía pagar más por su póliza de seguro? Bien, pues he cambiado de idea. ¿Qué diferencia hay entre tener en la mano el pararrayos de un palo durante la tormenta, que estar junto a un palo que no lo tenga? Apenas si hay un barco entre cien que lleve pararrayos. No corrimos ningún peligro entonces, no más que el de mil tripulaciones que navegan en este momento.

-Eso lo dices ahora, pero bien que temblabas cuando el fuego parecía atravesarlo todo. ¡Bah! Aunque digan que cambiar de opinión es de sabios, no lo es el cambiar de una manera tan radical.

Mientras, en la verga de gavia alta, Tashtego pasaba una driza para asegurarla.

-¡Cuánto trueno! ¡Basta de truenos! Hay demasiados truenos allá arriba. ¿Para qué sirven? No queremos truenos, sino que queremos ron. Un buen vaso de ron. Aprieta fuerte, que nos espera un buen vaso de ron.

Durante los momentos más agudos del tifón, el timonel del Pequod había ido a parar varias veces al suelo, a pesar de habérsele atado al gobernalle. En tormentas tan fuertes como ésta, cuando el barco no es más que una lanzadera al viento, no es raro ver las agujas de la brújula comenzar a dar vueltas y vueltas a intervalos. El timonel no había dejado de observarlo, con una emoción fácil de comprender.

Unas horas después de medianoche, el tifón cedió y gracias a los esfuerzos de Starbuck y Stubb se pudo arrancar de las vergas lo que quedaba del foque, el velacho y la gavia mayor.

Se bracearon las vergas al compás de una alegre canción que la tripulación entera entonaba con gozo.

De acuerdo con las órdenes de Acab de dar la novedad en el acto, Starbuck, tras de hacer bracear las vergas, fue a dar cuenta al capitán de lo que sucedía.

Antes de llamar a la puerta, se detuvo un instante. El farol de la cámara se balanceaba de un lado a otro, ardiendo vivamente, y echaba sus sombras cambiantes sobre el rostro del viejo. Reinaba en la cámara un silencio que contrastaba con la confusión de fuera. En su armero, brillaban los mosquetes.

«Una vez estuve a punto de matarme con uno -pensó Starbuck-. Qué raro, que yo que he manejado tantas veces el arpón en medio del mar, tenga ahora miedo. ¿No sería mejor quitarle las armas? Vengo a darle cuenta de que hay viento favorable, pero favorable, ¿para qué y para quién? Favorable para Moby Dick, pienso, favorable para ese maldito animal.

A este hombre no le importaría matar a toda su tripulación, con tal de cumplir una promesa que se hizo a sí mismo, la promesa de su venganza maldita. ¿No llegó a tirar el sextante en estos mares peligrosos, y quedándose sólo con la brújula, que algunas veces enloquece? Y en medio de la tempestad, ¿no anunció que no quería pararrayos?

Pero, ¿es que vamos a sufrir hasta siempre a este viejo loco? ¿Es que va a dejar que muera toda la tripulación? Sí, porque si nos hundimos, eso le haría asesino de treinta hombres, y el buque ahora corre un peligro mortal.

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora