Capitulo III

9.9K 144 42
                                    

Había ya anochecido cuando llegué a mi aposento y llamé a la puerta. No recibí respuesta alguna. Y la puerta estaba cerrada por dentro. Llamé varias veces, anunciando que era Ismael y que me abriera, pero todo permaneció en silencio.

Comencé a inquietarme, ya que temía que le hubiera ocurrido algo. Miré por el ojo de la cerradura, pero nada vi, aparte del arpón, colocado en un rincón. Y como él jamás salía sin su arpón, era de esperar que estuviera dentro.

En vista de lo cual, bajé para avisar a la criada.

-¡Ya pensaba yo que tenía que haber sucedido algo! -dijo la mujer-. Cuando fui a hacer la cama, encontré la puerta cerrada con llave y no oí nada dentro. ¡Hay que avisar al ama! ¡Ama! ¡Un asesinato, seguramente! ¡Señora Hussey!

Apareció la patrona, interrumpiendo sus ocupaciones en la cocina.

-¡Corran por algo para derribar la puerta! -grité muy alarmado-. ¡Un hacha!

-¿Es que piensa acaso romper mi puerta? ¿Está el arpón ahí? ¿Sí? ¡Entonces es que se ha matado, como el pobre Sliggs! ¡Ya perdí otra colcha! Pero no permito que me estropee mi puerta. Tengo una llave que quizá sirva.

Pero sin escucharla, me lancé contra la puerta, que se abrió. Y, ¡Dios bendito! Allí estaba Queequeg, tan tranquilo, sentado en cuclillas en medio del aposento y con Yojo encima de la cabeza. No nos miró siquiera. Continuó en la misma postura como si no hubiéramos entrado siquiera en el cuarto.

-¿Qué te ocurre, Queequeg? -pregunté ansiosamente.

-No creo que lleve todo el día en esa postura -dijo la patrona-. No habría quien lo soportase.

Pero por mucho que hicimos, no conseguimos arrancar a Queequeg de su ensimismamiento, mas por lo menos estaba vivo, así que dije a la señora Hussey que nos dejase solos. Una vez obedecieron, traté de que Queequeg se sentase en una silla y que me hablase, pero todo en vano. ¿Es que aquello formaba parte de su Ramadán?

Bajé a cenar y volví a subir: nada, continuaba en la misma postura, y ni siquiera el decirle que debía bajar a cenar consiguió sacarle de su marasmo. Por tanto, y como estaba cansado, le puse sobre los hombros su chaquetón de piel de foca para que no se enfriase y me metí en la cama. ¡Vaya noche que me esperaba, con aquel salvaje sentado en silencio y quieto! Pero el caso es que me dormí, y lo hice durante toda la noche. Lo primero que hice al despertar fue lanzar una ojeada al arponero, y allí continuaba, en la misma postura.

Pero cuando el primer rayo de sol penetró por la ventana, se levantó, crujiéndole las articulaciones como bisagras oxidadas se acercó a mí, frotó su frente contra la mía y me aseguró que ya había acabado su Ramadán.

Le hice algunas preguntas sobre su religión y traté de explicarle otras religiones, así como le aseguré que los largos ayunos perjudicaban la digestión. Le pregunté si había padecido alguna vez de indigestión.

-Sólo una vez, cuando matamos cincuenta enemigos y nos los comimos en una sola noche -respondió.

Por lo cual, yo cambié prudentemente de conversación, y bajamos a desayunar, lo que Queequeg hizo como un lobo, devorando cazuelas enteras de toda clase de pescado.

Luego nos dirigimos hacia el Pequod, tras explicarle yo que había conseguido ya barco y trabajo. Al llegar al extremo del muelle, donde se hallaba el ballenero, oí la voz del capitán Peleg que gruñía porque yo no le había dicho que mi amigo era un salvaje, y que él no admitía caníbales en su barco, a menos que tuvieran los papeles en regla.

Respondí que Queequeg, pese a su color, era un buen cristiano, miembro de la Congregación de la Primera Iglesia. Esto, y el hecho de ver como Queequeg manejaba el arpón, los convencieron, aunque un poco a regañadientes.

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora