Capitulo XVIII

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Gobernándose por la aguja de Acab, el Pequod puso rumbo al ecuador. Hacía tiempo que no encontraba barco alguno, y a poco le cogieron de costado tan favorables alisios que todo parecía presagiar la calma que precede a las tormentas.

Al acercarse a la línea, y mientras una noche navegaba en la profunda oscuridad que precede al alba, por entre un grupo de islotes peñascosos, la guardia que mandaba Flask se vio sorprendida por un grito de dolor y al mismo tiempo inhumano. Todos salieron de su modorra y durante unos instantes quedaron petrificados, escuchando.

Los cristianos y civilizados de la tripulación aseguraban que era el lamento de una sirena, pero los arponeros, infieles todos, ni siquiera se estremecieron. El canoso hombre de Man, el más viejo de toda la tripulación, afirmaba que aquellos lamentos desgarradores procedían de los últimos marinos ahogados en el mar.

Tendido en su hamaca, Acab no se enteró de ello hasta el amanecer, cuando subió a cubierta y Flask le habló de ello. El viejo se echó a reír y se lo explicó.

Aquellas islas albergan grandes grupos de focas, y algunas de las crías, que habían perdido a sus madres, clamaban y sollozaban con lamentos que parecían humanos. Pero aquella explicación no hizo sino impresionar más aún a algunos de los marineros, pues la mayoría de éstos son sumamente supersticiosos acerca de las focas, las que dependen no solamente de sus voces lastimeras si corren peligro, sino por el aspecto humano de sus cabezas redondas y rostro inteligente, y que cuando se asoman al costado de un buque parecen personas.

Los prejuicios de la tripulación iban a tener confirmación no tardando mucho. Uno de los marineros subió al amanecer al calcés del trinquete, y ya fuera porque estuviera aún medio dormido, o no se sabe por qué, apenas estuvo encaramado en su puesto lanzó un grito y se precipitó al vacío. Los demás pudieron verlo como un monigote que cae por el aire y que levanta un surtidor en el mar.

Se echó por la popa la boya de salvamento, un tonel largo y estrecho que siempre va allí colgado y accionado por un resorte, pero no surgió de las ondas mano alguna que lo cogiera. El barril se fue llenando de agua, y pronto fue a reunirse al marinero en el fondo del mar. Estaba medio podrido por falta de uso.

Era la primera pérdida que tenía el Pequod en aquellos mares, y la tripulación comenzó a mirarlo como un augurio fatal, sobre todo tras los gritos de la noche precedente.

Había que sustituir la boya y se encargó de ello a Starbuck, pero como no hubiera barril alguno lo bastante ligero y como los marineros no querían trabajar en nada que no fuera los preparativos de la caza, estaban ya dispuestos a pasarse sin boya cuando Queequeg, con extraños gestos y alusiones veladas, recordó su ataúd.

-¿Un ataúd como salvavidas? -preguntó Starbuck estremeciéndose.

-En efecto, parece algo raro -opinó Stubb.

-Pero no quedaría del todo mal -intercaló Flask-. Si el carpintero lo arregla.

-Que lo suban -respondió Starbuck tras de pensarlo un instante-. Avíalo, carpintero. ¿No me oyes, acaso? Que lo arregles, te he dicho.

-Y, ¿he de clavar la tapa, señor? -preguntó el carpintero.

-Pues claro.

-Y, ¿calafatear las junturas?

-Sí, hombre.

-Y, ¿darle luego con alquitrán?

-Vamos, ¿qué cuentos te traes? Haz la boya con el ataúd y no se hable más.

Los tres oficiales se alejaron mientras el carpintero se quedaba tras de ellos rezongando.

-¿Cuándo se ha visto que se hagan semejantes cosas con un ataúd? Y lo hice para un vivo que iba a morir. Y me gusta que cada cosa sirva para lo que ha sido hecha. Si hago un tonel es para verlo lleno de vino, de sal o de grasa de ballena, pero si hago un ataúd es para que lo rellene bien un hombre muerto y se le entierre en él. Mientras decía estas palabras, continuaba su trabajo.

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora