Capitulo V

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A la mañana siguiente, Stubb le contaba a Flask lo que le había ocurrido por la noche con el capitán, y a resultas de lo cual, el primer oficial había tenido un sueño extraño en el cual el «viejo» le golpeaba con su pata de palo y cuando él quería devolver los golpes, se encontraba con que Acab se había transformado en una especie de pirámide contra la cual de nada valían sus esfuerzos.

-Extraño sueño -opinó Flask-. Pero lo que creo es que debes olvidarte de ello y dejar tranquilo al «viejo». Por cierto -añadió mirando hacia delante-: ¿Qué ocurre?

-¡Acab está gritando. Calla, que no lo oigo bien!

Mientras guardaban silencio, oyeron la voz del capitán que aullaba:

-¡Ah, de la cofa! ¡Todos ojo avizor! ¡Hay ballenas cerca! ¡Si veis una blanca, rompeos la garganta a gritos!

-¿Qué te parece, Flask? -preguntó Stubb-. ¿Una ballena blanca? ¿Qué diablos quiere significar esto? De todas formas hay algo especial en el viejo. Prepárate, al «viejo» le sangra algo por dentro. Pero, ¡ojo, que aquí viene!

Antes de continuar con mi narración, conviene que me ocupe de un asunto indispensable para la comprensión de mi historia.

Entre los balleneros se da la existencia de una clase especial de oficiales, los arponeros, que resulta totalmente desconocida en las demás marinas mercantes.

La gran importancia concedida a la profesión de arponero y el hecho de que en las primitivas pesquerías holandesas, hace ya casi dos siglos, el mando de un ballenero no recaía exclusivamente en el capitán, sino que lo compartía con un oficial al que llamaban literalmente el «cortador de tocino», es algo que ha marcado la profesión.

Por aquella época, la autoridad del capitán se reducía a lo relativo a la navegación y dirección general del barco, en tanto que el arponero-jefe gobernaba todo lo que se refería a la caza de ballenas y a sus derivados.

Esta costumbre se conserva aún en las pesquerías inglesas de Groenlandia, aunque haya decaído un poco el rango de dicho arponero, que ahora es muy inferior en autoridad al capitán.

Sin embargo, como el éxito de una campaña de pesca depende principalmente de la pericia de los arponeros, en las pesquerías norteamericanas, el arponero mayor no es solamente un oficial importante, sino que en determinadas circunstancias lleva el mando de la

cubierta, vive teóricamente aparte de la marinería y se le distingue de los demás tripulantes.

La larga duración de la campaña ballenera por los mares del Sur, sus peligros y la comunidad de intereses que reina en la tripulación, que no depende de salarios fijos sino de una parte de los beneficios, contribuyen a veces a que la disciplina no sea tan total como en otras marinas, aunque, por supuesto, esa disciplina no se rompe nunca.

Incluso, en muchos casos, el capitán observa una conducta absolutamente regia en su barco, y en el caso de Acab, éste exigía una obediencia ciega.

Y ahora quisiera hablar un poco acerca de las ballenas.

Existen varias especies de ellas. La «ballena azul» es la mayor, no solamente de los animales del mar, sino también de los de la tierra, y llega a medir más de treinta metros de larga. El rorcual es un poco más pequeño, apenas llega a los veinticuatro metros, y ambos tienen una aleta encima del lomo.

Luego están las ballenas propiamente dichas, que carecen de tal aleta, y de las cuales la mayor es la llamada ballena boreal, que vive en el océano Ártico y mide unos veinte metros.

La ballena tiene, pese a su descomunal tamaño, una garganta tan estrecha que por ella no cabría un pez de mediano grosor. Por eso, las ballenas no comen sino pequeños crustáceos y moluscos, así como ciertas algas. En lugar de dientes tienen una serie de láminas córneas, por lo cual tragan el alimento sin masticarlo. Las láminas córneas tienen forma de guadaña y son unas cuatrocientas, colocadas a ambos lados del paladar; sirven como colador para que escape el agua que han tragado junto a su alimento, el cual queda retenido en la lengua. La ballena puede permanecer sumergida hasta cuarenta minutos y entonces, al salir a la superficie, expele el agua que durante ese tiempo ha entrado en sus pulmones y lo hace en forma de surtidor, al que acompaña un fuerte resoplido.

Eso sí, mientras no le amenaza ningún peligro, permanece flotando en la superficie y hasta salta sobre ella, con la agilidad que nadie pensaría al ver su monstruoso tamaño. Hasta llega a salir por completo del agua.

Del cachalote, que es otra de las especies de ballena, se extrae un finísimo aceite. El cachalote tiene una cabeza enorme, que puede llegar a ser hasta un tercio de la longitud total del animal. Gran parte de esta cabeza está llena de ese líquido graso.

El cachalote carece de barbas, pero posee en cambio dientes muy poderosos en la mandíbula inferior, y en la superior unas cavidades en las que encajan los dientes. Éstos son de marfil y pueden tener hasta un centenar de ellos, que le sirven para devorar las presas, y éstas ya no son diminutas, sino pulpos, calamares y hasta tiburones pequeños y focas, pero sobre todo pulpos, los cuales, cuando son grandes, oponen muy fuerte resistencia, llegando a herir al cachalote con su córneo pico.

El cachalote se encuentra en casi todos los mares y generalmente viaja en bandadas; no es raro verle hacer cabriolas y dar enormes saltos sobre las olas, por lo que es extraordinariamente difícil clavarle el arpón. Los balleneros que lo sabían hacer, eran raros, ya que el cachalote tiene la costumbre de brincar sobre las lanchas, a

las cuales hunde y destruye con su enorme peso, sobre todo cuando esas barcas eran de madera.

Y dicho todo esto, continúo con mi relato.

A mediodía, «Buñuelo», el camarero, anunciaba a su señor que la comida estaba servida. El «viejo», sentado en la ballenera de barlovento, acababa de tomar la altura del sol.

Acab parecía no haberle oído, pero agarrándose a los obenques de la mesana, se deslizaba sobré cubierta y decía:

-A comer, señor Starbuck.

Éste daba una vuelta por cubierta y añadía por su cuenta:

-A comer, señor Stubb.

El cual, a su vez, anunciaba:

-A comer, señor Flask.

Esta costumbre no se interrumpía nunca, porque así lo exige la etiqueta marina. Lo mismo que si alguna vez en cubierta, uno de los oficiales podía mostrarse audaz e incluso retador frente al capitán, tan pronto como todos ellos se encontraban en la cámara, se tornaban humildes como niños.

Acab presidía la mesa como un rey preside su corte. Cada oficial aguardaba el turno para servirse, como un hijo que espera a que su padre empiece a comer. Acab hacía un gesto y Starbuck acercaba su plato, recibiendo la pitanza casi como si de una limosna se tratara. Y todo ello en silencio, ya que aunque Acab no ordenaba guardarlo en la mesa, todos ellos mantenían las bocas cerradas.

A Flask, el de menor graduación, le tocaban los trozos más pequeños y los huesos del puerco salado. Era el último en bajar a la cámara y el primero en subir de nuevo a cubierta. Apenas si había tenido tiempo para comer.

Acab y sus oficiales componían lo que pudiera llamarse la primera mesa de la cámara. Una vez que habían terminado y se habían marchado, se limpiaba el mantel por el camarero y les tocaba el turno a los balleneros.

Los cuales, por supuesto, no se comportaban con aquella helada cortesía y aquel respetuoso silencio, sino que bien al contrario lo hacían en una camaradería totalmente democrática. Comían ferozmente, haciendo ruido, y se llenaban la tripa con avidez, mientras intercambiaban bromas de palabra y obra. Tanto Queequeg como Tashtego tenían un apetito de lobo, por lo cual el pálido «Buñuelo» se veía y deseaba para llenarles los platos de grandes lonjas de tasajo. Y, ¡ay de él si no se daba prisa!, porque Tashtego le lanzaba inmediatamente el tenedor al trasero, como si se tratara de un arpón. E incluso alguna vez Daggoo lo levantó en vilo y le metió la cabeza en una cuba de madera, mientras Tashtego hacía ademán de cortarle el cuero cabelludo.

Con lo cual toda la vida de «Buñuelo». hombre pacífico si los hay, transcurría en un puro sobresalto. Era un verdadero espectáculo ver a Tashtego y a Queequeg frente a frente tratando de llegar a la conclusión de cuál de ellos tragaba más, mientras que el africano Daggoo, que no hubiera podido permanecer sentado en un espacio tan bajo de techo, comía tumbado en el suelo, y a cada uno de los movimientos de su inmenso corpachón, amenazaba con desencuadernar la camerata.

Y sin embargo era el más frugal de todos, casi, casi, podríamos decir que melindroso. En cambio Queequeg, con sus dientes limados, hacía un ruido tan atronador al tragar, que el pobre «Buñuelo» tiritaba sólo de verlo.

Luego salían todos de la cámara, ya que era costumbre que en ella sólo se estuviera a las horas de comer y que el tiempo de los arponeros y de los oficiales transcurriera casi siempre al aire libre.

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora