Capitulo IX

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En aquellos instantes, nadie de tierra adentro hubiera podido ver en el mar algo mayor que una sardina. Sólo un agua agitada, y flotando por encima de ella algunas bocanadas de vapor. Pero los pescadores sí, gracias a su experiencia.

Las cuatro lanchas perseguían a aquel punto del agua, que volaba por delante de ellos.

-¡Avante, avante, hijos míos! -repetía Starbuck. En la lancha de «Pendolón» la cosa era distinta:

-¡Cantad, decid algo! ¡Remad y rugid! ¡Atacadme a esos lomos negros! ¡Hacedlo por mí y os regalo mi iraca, con mi mujer, mis hijos y todo lo que en ella hay! ¡Me voy a volver loco si no remáis más aprisa! ¡Vamos, niños, remad!

Nadie, en cambio, hubiera podido decir lo que Acab decía a su exótica tripulación, pero los que le conocían podían razonablemente suponer que serían palabras que nada tenían que ver con el lenguaje evangélico.

Todas las lanchas volaban ahora velozmente. Era un panorama digno de admiración y respeto. La arremolinada espuma que levantaban en su persecución, se hacía cada vez más visible a causa de la creciente penumbra. Los surtidores no se agrupaban ya, sino que se dispersaban a derecha e izquierda, y las lanchas igualmente se separaron.

No tardamos en vernos envueltos en un velo de niebla que no dejaba ver ni buque ni lanchas.

-¡Avante, hijos! -ordenaba Starbuck-. Aún hay tiempo de pescar antes de que llegue la borrasca. ¡Avante, aprisa!

Y de pronto susurró:

-¡En pie!

Queequeg se levantó de un salto, con el arpón en la mano. Los remeros comprendieron el peligro que les acechaba con sólo ver el rostro del primer oficial.

-¡Ahí tienes la joroba! ¡Allí! ¡Dale!

Un breve silbido anunció que acababa de partir el dardo de Queequeg. Brotó cerca un chorro súbito de vapor ardiente, al tiempo que se sentía un golpe en la popa, como si un terremoto nos hubiera cogido por debajo. Toda la tripulación quedó como sofocada. Fuimos lanzados violentamente al mar.

Aunque se anegó, la lancha no había sufrido avería alguna. Nadando en torno, recogimos los remos, y, agarrándonos a las bordas, volvimos a trepar a la barca, donde quedamos con el agua hasta las rodillas. Aullaba ya el viento y las olas entrechocaban entre sí. Todo crujía a nuestro alrededor. Gritábamos a las otras lanchas, pero no nos oían, y del buque no se veía ni rastro. El mar agitado impedía que pudiéramos achicar el agua, y los remos se habían convertido en salvavidas más que otra cosa.

Por fin, tras muchos fracasos, logró Starbuck cortar las ataduras del cuñete impermeable del farol y encender una cerilla, para prender éste. Luego le dio el farol a Queequeg para que lo mantuviese levantado.

Empapados, helados, esperamos el alba. Cubría aún el mar la bruma. El farol se había apagado, cuando Queequeg se puso en pie con una mano en la oreja. Oímos un crujido como de vergas y aparejos. El ruido se acercaba más y más, y entre la bruma distinguimos de pronto una confusa pero enorme silueta. Todos, aterrados, nos lanzamos al agua, al echársenos encima el buque. Vimos flotar en el agua la barca abandonada, y la enorme masa pasó sobre ella; y ya no se la volvió a ver hasta que reapareció a popa medio volcada. Nadamos en dirección a ella y poco después el barco nos recogió. Las otras lanchas habían abandonado la caza y regresado al barco, antes de que la borrasca se les echara encima. A bordo habían perdido las esperanzas de encontrarnos, pero habían continuado buscándonos por allí. Nos habíamos salvado.

-Queequeg -dije a mi amigo cuando nos izaron a bordo-, ¿ocurre esto muchas veces? -él asintió, silenciosamente. Yo me volví hacia el segundo oficial-. Señor Stubb, creo haberle oído que el señor Starbuck es el más prudente de los balleneros. ¿Es acaso prudente lanzarse sobre una ballena herida en medio de la bruma y la borrasca?

Moby DickDonde viven las historias. Descúbrelo ahora