Entra un pequeño rayo de luz por mi ventana, la cual está tras la cortina que ya lleva años sin cambiarse, moviéndose ligeramente con los débiles soplos de viento otoñal que, por fin, han hecho presencia tras un extremadamente caluroso verano precedido de una primavera que de esta estación únicamente portaba el nombre.
Sé que he despertado, pero no me quiero mover. Estoy plácidamente acostado en la cama, tapado por esa manta que hasta hace un mes, ni me habría atrevido a usar por los sudores que me habría dado. Qué agradable sensación la del frescor apoderándose del cuarto, rodeándote como si fuese el agua de la ducha deslizándose lentamente por la piel.
Abro poco a poco los ojos para confirmar el rayo de luz que había sentido aún sin haber usado la vista siquiera. Todo está ligeramente oscuro todavía, salvo por ese rayo de luz asomándose por encima del edificio más cercano. Me giro un poco para verlo mejor y me quedo bocarriba, con los brazos cruzados para hacerme un poco de apoyo. Y me quedo a observarlo. El movimiento de los árboles con la leve brisa, los pájaros revoloteando de una rama a otra, el agua de la piscina que ya nadie se atrevía a usar...
Desde luego, no era el más espectacular de los escenarios, tampoco el más conmovedor, ni mucho menos el más extraño de ver. Era una simple mañana de noviembre, sin nada especial, nada a destacar. Y, sin embargo, daba una calma que sí podría considerarse espectacular. Más paciente que ágil, bajé de la cama y fui, aún restregándome las manos por los ojos, a la cocina a hacerme una taza de té negro con vainilla y caramelo. Mientras hervía el agua, fui al baño a limpiarme la cara y a ponerme una camiseta ancha, de las que tan cómodas me parecen.
Volví a la cocina a paso lento y vertí el agua del hervidor en el mismo vaso que llevaba usando desde hacía ya seis años. Puse la bolsita de aquel té y fui al balcón. No le puse la tapa al vaso para que se enfriase un poco más rápido. Además, ver el vapor que soltaba también me parecía bonito. De hecho, fui a mi cuarto a buscar mi móvil y le saqué una buena foto a ese vapor saliendo de mi vaso. Ahora algo más raudo, aparté el móvil tras capturar esa imagen en digital y seguí contemplando la vista.
Pasaban ya algunas personas. Para trabajar o para ir a clase, deduzco. Algunos con más prisa que otros. Cuando escuché la primera moto, empecé a tomar el té, que ya no estaba tan caliente como para quemarme la lengua. Y, antes de que me diese cuenta, el sol ya había ascendido y empezado a iluminar todo el pueblo desde lo alto.
Me quedé unas cuantas horas haciendo mis actividades cotidianas. Había quedado con mis amigos de siempre por la tarde para charlar un rato en la mesa de un bar en la costa. Me vestí con la primera ropa decente que tenía a mano, eso sí, de manga larga para aprovechar que ya podía vestir tales prendas sin sentir calor, y salí sin mucha prisa de casa a esperar que aquel amigo que siempre venía en coche pasase a recogerme.
Afortunadamente, no me hizo esperar mucho. Aunque tampoco me hubiese molestado en exceso, pues era muy agradable el suave viento que había, como si fuesen unas afectuosas caricias provenientes de unas manos bien cuidadas. Me quedé un ratito con la cara contra el viento, dejando que todo mi pelo se fuese para atrás. Ya me había despeinado totalmente, pero me importaba más bien poco.
Una vez en el coche de este amigo, puso una de sus típicas listas de reproducción de música tranquila, para conducir de tarde y noche, y es que el sol ya se estaba poniendo, lo estábamos viendo de cara. Las montañas, los edificios, los coches que teníamos de frente, todo empezaba a estar ligeramente a contraluz. Todavía no era la hora dorada, pero poco faltaba.
Cuando recogimos a nuestra otra amiga y llegamos al bar que teníamos pensado, la hora dorada ya había empezado por unos minutos. El bar, ni siquiera sé por qué lo elegimos. Parecía ser acogedor, con un ambiente agradable. Nos pedimos un café cada uno y nos quedamos hablando del día anterior, que fue cuando nos reunimos con unas cuantas personas más a cenar en un restaurante para celebrar el cumpleaños de uno de ellos. Poco a poco, íbamos desvariando del tema inicial, y acabamos hablando un poco de lo de siempre. De nuestras desgracias, de nuestros orgullos, de nuestros planes a futuro... Un poco de todo.
Dije en voz alta que me apetecía ir a jugar al billar un rato. A ellos no les pareció la mala idea, y afortunadamente había otro local con una mesa de billar cerca, así que conforme terminó la hora dorada, que se robó toda mi atención visual durante el encuentro, fuimos a ese otro sitio a jugar un rato.
De camino, las farolas del paseo marítimo empezaron a encenderse. Las personas que estaban en la playa ya empezaban a ser sombras, y solo podías escuchar algunas risas y cuchicheos sueltos. El cielo, a pesar de estarlo viendo desde una zona comercial, estaba claramente estrellado, sin apenas rastro de nubes que las ocultasen. Como ya era costumbre en mí, empecé a buscar a Orión y, cuando lo encontré, volví a sonreír tontamente como la primerísima vez que lo reconocí.
Cuando llegamos al local, echamos un par de partidas de billar, todavía hablándonos de cualquier cosa. Con qué nos sentíamos mal, con qué bien, por qué creíamos una cosa, por qué otra... Sin llegar a discutir nunca, claro está. No íbamos a interferir en la vida de los demás mientras nunca hiciesen daño a nadie por ello.
Después de las partidas, nos sentamos en un banco del paseo marítimo un rato. Nos pusimos a mirar las estrellas, diciendo que teníamos ganas de que llegase aquel evento en el que íbamos a participar como concursantes de un torneo que nos veíamos capaces de ganar.
No era el más bello de los paisajes, no era el más agradable de los climas, no era el más cómodo de los lugares, seguramente ni siquiera era el mejor de los días. Pero era un bello paisaje, unido a un agradable clima, unido a un cómodo lugar y unido a un día común. Y, donde hay simpleza, hay belleza.