El olor a tabaco impregna la sala. El primero que fuese a entrar en aquel lugar de mala muerte, sufriría, seguramente, el peor efecto submarino de su vida. En cada una de las 20 mesas con 6 asientos cada una había, mínimo, dos personas fumando. Casi parecía que habían venido a ese lugar única y específicamente para acabarse todos los cigarros que no llegaron ni a empezar durante el resto de la semana.
Lentamente, se abrió la puerta principal. No se hizo el silencio, pero todas las miradas se dirigieron hacia ese muchacho que acababa de entrar. Nadie parecía conocerle, por lo que todos parecían juzgarle. Ver una cara nueva en aquel sitio podía significar uno de los dos extremos: una inclusión total o, por el contrario, una exclusión total por parte de los habituales del local, que tenían cierto rango y se daban a respetar.
Llegó el momento. El momento en el que el mozo se acercó al mostrador y realizó su pedido, aquel que iba a marcar sus días en esa moderna taberna. Y consistió en, ni más ni menos que el favorito del gerente.
Inmediatamente, todos aquellos grupos que tenían todavía un asiento libre empezaron a dar toques en la mesa con los cubatas o las jarras vacías. Venía la segunda elección importante de aquel transeúnte chico: con qué banda juntarse. Había toda clase de gente ahí: mandamases de los monopolios más importantes de la ciudad, grandes aristócratas, cazarrecompensas de renombre e incluso algún que otro asesino en serie enmascarado.
Entre todas las opciones que había, el muchacho simplemente decidió pagar su orden, tomarse aquel vistoso cóctel en la barra y salir por donde entró, no sin antes decir en voz alta: "Este local apesta. Tú, el hombre tras la barra, si algún día descubres que puedes estar en un lugar mejor, búscame y te daré una buena vida en lugar de este polvoriento sitio."
Pocos segundos después de que se fuese el muchacho, todos empezaron a reír en voz alta. Nadie podía tomarse en serio las palabras de un chiquillo que acababa de entrar. Había algunos que tenían lástima, pues la primera bebida que eligió era, sin duda, la mejor elección para ganarse al personal. Y, sin embargo, decidió irse sin hacer nada más pudiendo haberse aliado con quien quisiera.
Todo el local reía, salvo una única persona. Esa persona era el hombre tras la barra, el que le preparó la bebida al chico. El único que sabía quién era ese forastero que había puesto sus pies en aquel local.
No era un cliente ordinario. Era el siguiente heredero a ser la cabeza de la familia Raíz Blanca, la familia más importante de toda la región. Nadie lo había reconocido por sus ropajes que llevaba precisamente para despistar, pues parecían de la familia más humilde del barrio más pobre. Incluso las personas que no fumaban se vestían mejor que él aquella velada.
El maestro coctelero recibió entre el pago que le dio el noble una tarjeta de presentación. En ella se incluía nombre y apellidos completos del joven, una foto y una dirección. El hombre se tomó muy en serio las palabras del joven. Cierto era que no poseía una fortuna precisamente baja, pero su salud tanto física como mental estaba en declive. Por no mencionar que cada día se la estaba jugando a que cualquier rufián le fuese a rebanar el cuello por hacer un mínimo error en una mezcla.
Esa noche, el hombre no pudo dormir dándole vueltas al asunto. El sol empezó a deslumbrar tras su ventana antes de que se diese cuenta. Faltaban todavía un par de horas para que tuviese que acudir a su lugar de trabajo. Rápidamente, se vistió con ropajes cálidos y fue a la dirección adjunta en la tarjeta.
No estaba muy lejos, así que pudo ir caminando sin mucho problema, quitando el letal frío invernal que hacía que podría congelar hasta al más fiero de los osos polares. Sin embargo, al irse aproximando al lugar exacto de la dirección, el clima se iba haciendo más y más cálido, como si hubiese algún sistema de calefacción oculto. Y unos pocos metros más allá, se alzaba la mansión más lujosa de todo el lugar. Frente a la puerta, el típico mayordomo que parecía capaz de tener la precisión de un cirujano y la letalidad de un carnicero simultáneamente.
"Usted debe de ser el barman que el jovencito ha invitado a la mansión. Pase por aquí, sin miedo", invitó el mayordomo. El hombre, a pesar de la aparentemente noble propuesta de entrar a aquel lujoso y vasto sitio, no podía evitar sentirse ligeramente atemorizado. Lo más lujoso que había pisado antes de eso fueron unos jardines bien cuidados de una amiga de su infancia, pero que no era más que otra camarera al fin y al cabo.
Solo entre la entrada al dominio y la puerta principal de la mansión, había un camino de tierra de unos ciento cincuenta metros, con césped recién cortado a los lados, una trifurcación que parecía rodear todas las tierras, algún que otro banco de madera recién pintada y unas cuantas estatuas de lo que parecía ser una deidad propensa a los festivales. El desconcierto reinaba en la mente de aquel hombre que se había pasado toda su vida tras una barra de un bar. No sabía si realmente tenía que entrar en la mansión. No sabía si tendría que estar pisando esas tierras siquiera. Se sentía totalmente fuera de lugar, como un vagabundo comiendo de forma gratuita en el restaurante más caro de su región.
Sin embargo, ya que había ido hasta ahí, no iba a dar media vuelta en ese momento. Siguió caminando hasta llegar a la puerta principal, donde se encontró a otro mayordomo, ligeramente más mayor, que no parecía tener tanto la precisión de un cirujano.
"Bienvenido a la mansión Raíz Blanca. El futuro heredero le está esperando en el Gran Salón. Espero que la reunión sea de su agrado y que usted y el joven lleguen a un acuerdo."
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