Nuevamente estaba en el mismo coliseo, con el mismo equipo, jugándome el escape de aquella prisión. El mismo entrenador, pero distinto rival. No pude juzgar por las apariencias, ya me habían derribado dos veces guerreros que parecían más bardos que tales. Ahora quedaba un tercer intento. Decían que a la tercera va la vencida, tenía que comprobarlo.
Días sin dormir habían precedido al evento, días comiéndome las uñas pensando en cómo llevar a cabo ese combate, si podía aprovecharme del terreno o no. Le estaba dando bastantes más vueltas que la última vez que me vi en ese escenario, aunque era por un motivo claro: escapar de ahí de una vez y respirar la libertad que llevaba ansiando desde incluso antes de su muerte, pero no es momento de hablar de acontecimientos trágicos.
Me desperté, de alguna forma, relativamente tranquilo, pero eso se iba empeorando a cada segundo que estaba en ese coliseo, como si simplemente el lugar en el que me hallaba infligiese presión sobre todas las células de mi cuerpo, haciendo que todo se hiciese más tosco, más pesado, más lento y más difícil de realizar. No era el mejor de mis estados, eso desde luego.
Comenzó el combate. Fallé como el mejor y triunfé como el peor, lo cual yo quería creer que haría una media buena. Eso quería creer. Mi contrincante nunca llegó a caer, solo estuvo de rodillas. Y en esa posición se quedó durante un largo tiempo, sin dejar que le hiciese nada, aunque tampoco haciendo nada. Era una presencia que infundía terror y confusión a partes iguales, como ver el muñeco de un bebé descuartizado en medio de la calle y con sangre falsa echada por encima.
Me alejé unos pasos, atemorizado de lo que pudiese hacer. No me quería arriesgar a entrar en su campo de juego. Cualquier paso en falso y sentía que podría ser mi fin. Y lejos de él me quedé unos minutos, ambos en silencio, mirándonos fijamente a los ojos. La tensión se podía cortar con un trozo de chapa sin afilar. Todo estaba en total silencio hasta que, finalmente, aquel hombre hizo su movimiento. Pensaba que iría a atacar con todo, pero en su lugar, se levantó y salió por donde había entrado hacía un rato. El combate había acabado, conmigo como vencedor. Por retirada, eso sí, que cualquiera podría pensar que es una deshonra, pero estoy bastante convencido de que, de haberlo querido, esa persona que estaba parada enfrente de mí habría acabado conmigo de la forma menos humana posible. Y, sin embargo, decidió no hacerlo. No sé si por compasión, si porque realmente había descubierto que yo podría batirle en duelo, si una mezcla de ambas o por la más pura y dura desgana de continuar con ese enfrentamiento.
Sea como sea, gané el duelo. Era a puerta cerrada, así que me tocaba a mí dar la noticia a quien yo quisiera. Primero, obviamente, fui a su lápida a dejarle un par de lirios y a decirle que, por fin, lo había conseguido. Que me habría encantado haberlo hecho mientras ella estuviese viva, pero no pudo ser. Aunque ya sabía que, estuviese donde estuviese, estaría orgullosa de mi hazaña y que trataría de seguir animándome, y que incluso ella se animaría con la noticia.
Después de ella, se lo dije a aquel combatiente que también participó en el coliseo y logró salir ileso de su primer combate, y quien cada vez me metía más prisa, de cierta forma, aunque parecía que iba para bien. Para ser francos, todavía no sé por qué se lo comenté a él, si tampoco me parecía tan relevante. Cuestión de orgullo, tal vez.
Posteriormente, vino aquella con la que había sido vecino de habitación. Más por coincidencia que por otra cosa, ya que me la encontré en mi camino de retorno a casa y, ya que estaba, le conté lo que, al fin, había logrado conseguir. Me felicitó, como todos, y luego seguimos como si nada hasta que llegué a mi hogar, donde di la buena noticia a toda la familia. Y dicha noticia corrió como la pólvora, pues se extendió a lo largo de todo el pueblo en cuestión de míseros minutos. Por una parte me hacía sentir bien, pero por otra creía que estaban montando demasiado espectáculo por algo que debería haber hecho hacía ya bastante tiempo atrás.
Por fin había salido de forma definitiva de aquel lugar, y no como una visita al pueblo. Me sentía tan libre, tan capaz de hacer todo lo que quisiese... Había costado menos de un año de entrenamiento, pero se sintió como si fuesen lustros, incluso décadas. Acabó dando sus frutos, vaya que los acabó dando. Ahora me quedaba disfrutar todo lo que tenía por delante, todo lo que no pude hacer antaño y que ahora sí.
Mi primera parada era, cómo no, aquella ciudad que tanto me fascinaba, a la que fui con ella y me encantaría haber vuelto a ir una y otra vez, aunque ahora no pudiese ni verla siquiera. Sin embargo, no iba a ir por la ruta habitual, iba a ir por aquella que cruzaba las más altas montañas, donde se ve la espesa niebla e incluso llega a hacer frío en los más cálidos meses del verano. Y se lo iba a contar también, aunque ya no estuviese en este mundo. Quería contarle todo lo que iba haciendo a lo largo de mi plena libertad, para que estuviese orgullosa de mí. Y seguramente no fuese la única que lo estuviese, pero era la que más me importaba en ese momento. Tal vez por costumbre, puede ser.
Me iba parando a cada sitio atractivo que veía y sacaba fotos de todo. Las quería tener bien almacenadas y que nunca se me ocurriese olvidarlas. Si pasaba por cualquier motivo, tenía las fotografías conmigo, que me ayudarían a recordarlo todo al instante.
Era mi primera vez con la libertad rodeando cada parte de mi piel y, aún así, no podía evitar sentir otra cosa que no fuese nostalgia.