Tres reyes y dos damas. Cuatro jotas. Trío de ases. Escalera del cinco al diez. Color. Era obvio que ese malnacido estaba haciendo trampas y ni se molestaba en ocultarlo por los vacíos legales que había en el reglamento. Ese desgraciado se iba a llevar todo el bote. Pero lo estaba grabando todo. No se iba a salir impune. Tarde o temprano, le iban a pillar haciendo lo que mejor se le da, que no es el póker, sino hacer trampas. Todos sabían que las estaba haciendo, pero nadie sabía cómo. Iba remangado, sin bolsillos, y tenía las manos encima de la mesa. Tal vez el crupier fuese su cómplice, ya que nadie parecía conocerle.
Cada jugada parecía una obra maestra, siempre sacaba lo mejor que podía. Y, sin embargo, ninguno de los presentes prostestaba, ¿Por qué? Porque nadie sabía qué estaba pasando. Tal vez era un mago de verdad, de los que hacen aparecer objetos a voluntad. Tal vez tenía cartas debajo de la mesa, aunque jamás bajase los brazos. O tal vez, la suerte estuviese de su lado permanentemente. Pero no, era demasiada coincidencia. Nadie podía tener tanta suerte como para tener siempre la mejor jugada posible.
Empezó otra partida, aunque en otra mesa, ya que nadie quería volver a jugar contra él. De cierta forma, incluso daba miedo. El crupier cambió también, así que, si durante esta partida él seguía teniendo la misma suerte, no era a causa de aquella persona que simplemente repartía la fortuna de los jugadores. Y la primera jugada. Su primera mano. Escalera real de color. Y no se quedó ahí. La segunda manofue otra escalera real de color. Ya tenía picas y corazones. Más de uno señaló que estaba haciendo trampa en esta ocasión, volcando toda su frustración en la mesa y en las cartas, teniendo que intervenir el crupier para no ocasionar daños al establecimiento. Aquellos más frustrados se fueron de ahí sin ninguna formalidad, casi tumbando las sillas incluso.
Siguiente mesa. Auqel hombre con más suerte que un jardinero con un jardín repleto de tréboles de cuatro hojas iba tranquilo, como si realmente no le importase estar ganando de esa forma. Le parecía lo normal, o esa sensación daba. En su próxima estancia, nuevamente, inicio de partida. Su primera mano fue otra escalera real de color, esta vez de tréboles. Y, sin embargo, después de esa jugada, se retiró y salió del casino. No sin antes canjear sus fichas por dinero, claro está.
Le seguí hasta donde fuera que fuese a ir. Mi trabajo era este por un motivo claro, y no hizo ningún amago de percatarse de mi presencia durante todo el trayecto. Le seguí hasta llegar a un callejón. Ahí fue cuando me di cuenta de mi grave error: sabía constantemente que yo estaba a sus espaldas.
"¿Quieres jugar?", me preguntó. Preguntó al aire, más bien, pero no había nadie más en esa zona. Era lógico pensar que me había notado y que la pregunta iba dirigida a mí. Aunque, con la posibilidad de que fuese una frase dicha al aire sin ningún motivo aparente, me quedé callado a ver cómo reaccionaba.
"Me llevas siguiendo desde que salí. Sé que estás ahí. Soy solo un jugador de póker, no te puedo hacer nada."
Me dejé ver. Desde luego, no me esperaba que fuese armado ni nada así, pero sí que me sentí muy tenso, porque tampoco sabía qué podía tener. Seguía remangado, y empezó a fumarse un cigarrillo.
—Y dime, ¿a qué tanto alboroto? —Preguntó con la misma neutralidad con la que consiguió dos escaleras reales seguidas.
—A tu más que evidente trampa y su imposibilidad de demostrarla.
—¿Cómo algo puede ser evidente y, a la vez, indemostrable?
—Si tú ves a una persona viva, es evidente que está respirando, pero no se lo puedes demostrar en el momento si no tienes los medios.
—¿Y usted tiene medios para demostrar que yo hago trampas?
—No, no dispongo de ellos.
—Entonces me está acusando falsamente, caballero.
—¿Acaso le parece normal conseguir las proezas probabilísticas que usted ha conseguido esta noche?
—¿Quiere la respuesta sincera o la respuesta que quiere oír?
—La sincera, a poder ser.
—Entonces, francamente, sí, me parece completamente normal. Así lleva siendo años y años. De alguna forma, la probabilidad siempre me sonríe.
—Si es así, ¿por qué se retiró en esa última partida?
—Porque me daba para comprar el paquete de cigarrillos que quería. —No supe si reír, llorar, suspirar o todas a la vez.
—¿Está diciendo que acude al casino únicamente para comprar cigarrillos?
—No, hombre, no. Para todo lo que me parezca indispensable. Un buen tabaco, el alquiler de la casa, la comida, el coche y poco más. No me gusta abusar demasiado de mi suerte, ya sabe. Si quisiese ser rico, ya lo sería.
—Me está tomando el pelo, ¿verdad?
—No, compruébelo usted mismo. ¿Tiene alguna moneda consigo?
—Claro. ¿Qué quiere que haga con ella?
—Cara o cruz, las veces que quiera. Ganaré todas y cada una de las veces.Sonaba imponente, eso desde luego. Pero, a la vez, imposible, estadísticamente hablando. Probé tirando la moneda de todas las formas posibles: dejándola caer, tirándola con el pulgar izquierdo, con el derecho, incluso con ambos, haciéndola girar... De todo. Y sí, aquel hombre ganó las quince veces. Era algo increíble, eso desde luego. Pero entonces, recordé que entrando al casino había adquirido una baraja nueva de cartas de póker que te daban gratis en tu primera visita.
—Tengo una baraja de cartas totalmente nueva, sin estrenar. Lo cual quiere decir que está en un orden concreto. —Dije, convencido de que esta vez no me podría ganar.
—En efecto. ¿Planea usarla sin barajar?
—Oh... —Entre mi frustración, no había caído en ese detalle tan importante.
—Si ya ha terminado, voy a irme a casa. Tengo que alimentar a Zapato.
—¿Zapato?
—Sí, mi gato. Lo conozco desde hace años. Me atrevería a decir que desde que lo conocí fue cuando empezó mi fortuna. Si quiere, se lo presento.
—¿Acaso sabe hablar?
—No, pero quién sabe, tal vez usted también consiga buena suerte si le cae bien. Es un gato bastante asocial, si se puede denominar así a un animal, pero cuando le pilla cariño a alguien, la vida le sonríe a esa persona. Aunque, claro, solo me ha pasado a mí.
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