A ti

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Promesas, frases puntuales, afirmaciones, bromas que no lo son para todos. Siempre hay algo que falla. Nunca salen las cosas al cien por cien como la mente ansía, porque entra en contacto con la frágil voluntad.

Años conociéndote, años amándote, deseándote, queriendo simplemente estar a tu lado todo el tiempo que su majestad me permitiese. Tal parecía ser que estabas totalmente de acuerdo con ello. Te encantaba, de hecho. Dejaste en el aire la idea de que te gustaría un matrimonio juntos, una vida juntos, en una casa con aquel gatito al que ya habíamos puesto nombre sin siquiera haberlo visto, mucho menos adoptado.

Luego estabas tú. A ti que te veía tan mal con frecuencia porque no te sabías controlar. Decías envidiar mi voluntad, que querías ser como yo. Que dejarías el alcohol de lado por mí, que no seguirías fumando, que empezarías a cuidar más de ti para que yo pudiese sentir aunque fuese un ápice de orgullo por ti. Para que me pudieses mirar a la cara. Cualquiera diría que tenías plena y total convicción en tus propias palabras cuando las pronunciaste. Más aún teniendo en cuenta que se las repetías a todo el mundo para que te mirasen con asombro.

A ti, que dijiste que yo siempre estaría ahí y que jamás me cambiarías. Que yo sería siempre tu primera opción. Yo mismo me reía de esa idealización, no era para nada lógico pensar eso de forma seria. Era irracional. Pero tú me insistías una y otra vez en que así sería, hasta el punto en el que me lo acabé creyendo más por no querer desconfiar de ti que por la frase en sí, que seguía sin parecerme real del todo. Y, sin embargo, decidí darte un voto de fe para que pudieses coronarte cumpliendo tu palabra.

También a ti, que eras capaz de estar una tarde entera con tus amigos, pasándotelo bien aún procrastinando con tus obligaciones, pero a mí me decías que estabas estudiando, como si tuvieses que ocultarlo todo sin darme un voto de confianza. Y lo mismo pasó aquella vez que dijiste haberte dormido, pero que posteriormente me confesaste que no querías hablar. Como si fuese un extraño para ti al que no le quieres decir nada, a pesar de haberme dicho en incontables ocasiones que era tu principal punto de apoyo, tu confidente, tu pequeño cajón donde guardabas todos tus secretos. Al menos, parecías arrepentirte de ello.

No me podía olvidar también de ti, con la que llegamos a un claro acuerdo de que, cada vez que dijeses esa frase que tan poco me gustaba escuchar y que, a la vez, a ti te gustaba tan poco decir, me harías uno de tus dibujos y me lo regalarías. Así, al menos le podrías sacar algo de provecho a esas malas situaciones. Por no mencionar también aquellas veces que dijiste claramente que querías hacerme un retrato. Tal idea me emocionó más de lo que debería, y esperaba con impaciencia el día en el que lo tendría en mis manos, aún quedando pocos días para que te fueses.

Y, sin embargo, ¿qué pasó?

Un repentino día, sin previo aviso, dijiste que ya no creías amarme. Que las cosas se habían complicado. Que no querías ningún compromiso. Que no era el momento, y quizás tampoco la persona. Te pedía que me explicases la situación, pero no querías. Te limitabas a decir lo mismo una y otra vez, como si ni siquiera te importase lo que yo pudiese o no entender. Solo estabas tú, que realmente ni sabías lo que querías, pero sabías lo que querías decir.

Siempre que te veías con ese grupo que a mí desde el inicio me olía mal, no podías negarte a nada. Empezabas a fumar lo que te ofreciesen, sin mostrar ninguna negativa. Y claro, luego para compensar, había que tomarse unas copas o unas botellas enteras, si te pillaba cerca. Por no hacer mención a las veces que dijiste enfrente de mí que querías emborracharte con un buen vino. Parecía que jamás te hubiese importado el daño y la desconfianza que tus contradictorias palabras podían causar en mí, pues seguiste como si jamás las hubieses pronunciado.

Conociste a muchas personas. Algunas gracias a mí. Y obviamente te pusiste a hablar con ellas. Me despisté por unos minutos y, cuando me quise dar cuenta, estabas gustando de 3 personas a la vez como si se tratase de helados que podías probar cuando y cuanto quisieses, hasta dejarlos secos. Y poco a poco, fuiste reemplazando aquellas partes de mí con otra persona. A pesar de decir que no lo harías, e incluso a pesar de decir que querrías estar siempre a mi lado tantas veces como para que me lo creyese. Nuevamente, no te importó en lo más mínimo.

Y obviamente, seguiste haciéndolo. Seguiste enmascarando acciones o diciendo verdades a medias por algún motivo que todavía no conozco. Nunca me lo quisiste decir. No dijiste nada más allá de unas disculpas que no hacían más que empeorar la siguiente vez que pasase lo mismo.

Ni hablar de los dibujos. Jamás me entregaste ni hiciste el amago de hacer uno siquiera. El retrato se lo hiciste antes a otra persona que acababas de conocer que a mí. Si es por mí, de hecho, te fuiste sin hacérmelo y a día de hoy sigues sin hacerlo. Y me apostaría a que incluso se te ha olvidado.

A ti.

A ti que me culpabas y me sigues culpando de los problemas que tú me agravaste.

A ti, que tienes las agallas de decir que no quieres tener a tu lado a algo que tú misma moldeaste, pero no te salió como querías.

A ti te digo que todo podría haber salido mejor. Que las cosas no tendrían que haber terminado así ni haberse desarrollado de esa forma. Pero descuida, no tendrás que lidiar mucho más conmigo de esa forma.

Tal parece ser que el vacío de tus palabras se acabó convirtiendo en el vacío que hoy nos separa.

Noviembre de relatos #4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora