Es un día tranquilo en todo el pueblo y más allá del mismo. El cielo está totalmente despejado, sin ninguna nube a la vista, mas el clima parece estar bastante frío, como si fuese un escenario tardío de verano en tiempos de invierno. Si simplemente se viese una fotografía del lugar, sería sorprendente y bastante desconcertante ver a los lugareños con abrigos más gruesos que bastantes paredes de los hogares ahí presentes. "Qué bochorno", muchos dirían, cuando la realidad es que las temperaturas estaban por debajo dos cifras.
Aprovechando la tranquilidad del día y que estaba a punto de realizar un largo y peligroso viaje, Feyre fue a visitar a sus madres a casa para contarles acerca de sus aventuras y para pedir algo de consejo. Nada más entrar a esa casa, ambas mujeres la recibieron con una sonrisa en la cara y un cálido abrazo. Tras estar unos minutos hablando de trivialidades, la joven Feyre les dijo que cruzaría la frontera con la región vecina y que estaba algo asustada.
Sus madres, lejos de preocuparse, la animaron a entrar en ese viaje, pues ellas mismas se habían embarcado en uno hacía años y volverían a repetir la experiencia si tuviesen los medios para ello. Incluso le buscaron una guía turística que posteriormente se guardó como oro en paño.
En medio de la conversación, Feyre pregunta por primera vez acerca de su padre. Estaba claro que las cosas no cuadraban del todo. Entonces, Minerva, una de sus actuales madres, tras un largo suspiro, cambió el tono de voz y empezó a hablar con un sentimiento que sonaba a nostalgia.
—Pequeña, tu verdadero padre fue un hombre fantástico. No sé si debería estar hablando en pasado, ya que desapareció de un día para otro tras un incendio, pero nunca se encontró el cuerpo... El caso, no fue un héroe como el que te encontrarás en alguno de tus libros, pero sí fue un hombre de lo más decente que te podrías encontrar. Era de los pocos que todavía practicaban la esgrima en lugar de utilizar las armas de fuego. Él siempre decía que era muy puritano, que estaba muy conforme con lo que hacía y que demostraría a unos cuantos que algo antiguo, bien llevado, podía sobrepasar incluso a la tecnología más moderna. De ahí que fundase su propia escuela de esgrima. Tal vez no fuese el mejor profesor de toda la isla, pero sí desde luego el más excéntrico. Lo conocí gracias a una antigua amiga que acudía a sus clases. "¡Seguro que te caerá bien!", me decía. Y bueno, sí, y tanto que me cayó bien. Recuerdo que el primer día que nos vimos, acabamos tomando vino en una taberna de lujo. No me había hablado demasiado sobre lo que hacía, pero cuando le pregunté directamente sobre su escuela, cambió completamente. Se volvió mucho más animado y pasional. A día de hoy, sigo sin saber por qué concretamente la esgrima le atraía tanto. Siempre me decía que era "una conexión casi mágica", que no lo podía explicar con palabras. Para serte franca, esperaba que esa tontería se le pasase conforme empezamos a tener nuestros encuentros románticos, pero no. Es más, quiso instruirme, pero lo mío siempre fue la magia, no se me daban bien ni las espadas, ni los estoques ni prácticamente ningún arma cuerpo a cuerpo. Por suerte, eso lo respetó.
A partir de ese momento de la conversación, Minerva empezó a hablar sobre los escarceos amorosos que tuvo con aquel hombre, sin hacer demasiado hincapié en cómo era o cómo fue más allá de su amabilidad y cordialidad.
Sin embargo, ¿quién fue realmente este hombre? Resumamos la historia que se puede saber hoy por hoy de Manfred von Sabie, el padre de Feyre.
Manfred creció en una familia adinerada, aunque no noble. Podían permitirse vivir en el barrio más lujoso de la capital, pero no les agradaba el ambiente, así que se quedaron por las afueras, con un hogar sustancialmente más pequeño que uno del centro, pero más que cómodo para vivir en él. Tal vez su pasión por la esgrima se debiera a que, desde que era muy pequeño, jugaba con las espadas que estaban puestas como adorno en las paredes de su hogar. Siempre se las apañaba de alguna forma para descolgarlas de ahí y empezar a blandir una espada casi de su mismo tamaño. Con 6 añitos, ya había destrozado el triple número de mesas que el de su edad. Sus padres, al ver que hacía tanto hincapié en agarrar las espadas, lejos de quitarlas de ahí, le compraron una daga para que practicase con ella y un muñeco de prácticas para que pudiese destrozar algo más barato que también le fuese útil.
Pasaron unos añitos hasta que pudo cambiar la daga por una de las espadas de la pared sin romper nada de camino, pero descubrió que no se sentía cómodo. Por más que ya pudiese levantar la espada con una mano y manejarla relativamente bien teniendo en cuenta su temprana edad, no le gustaba ese estilo. Entonces, por su duodécimo cumpleaños, sus padres le regalaron lo que sería su tesoro más preciado: su primer estoque. Un arma con el que sí que se sentía cómodo. Día tras día desde ese cumpleaños, estuvo entrenando con bastantes muñecos de práctica a la vez, mas nunca le comentó esto a nadie más allá que a sus padres.
Desde los 6 hasta los 16 años, se estuvo formando en colegios e institutos privados, cómo no, pero no mostraba especial interés por nada que le enseñase. No obstante, con 16 años ya podía entrar como cadete en una escuela de esgrima. Y, una vez más, sus padres le cumplieron ese pequeño deseo.
En dicha escuela había muchos novatos, así que Manfred empezó a destacar rápidamente para los profesores, quienes más temprano que tarde le ayudaron a pulir las técnicas que realizaba hasta que, un par de años después, se enfrentó en un duelo serio contra uno de ellos.
Manfred no conoció la victoria, pero perdió por una diferencia de simples dos puntos, lo cual lo motivó para seguir adelante. Dejó los estudios académicos para seguir adelante con la esgrima, ya que economía no le iba a faltar en la familia, hasta alcanzar el máximo título posible y fundar su propia escuela.
Tras conocer a Minerva y que esta quedase embarazada de Feyre, Manfred desapareció tras una noche en la que hubo un incendio en un barrio entero de las afueras de la capital. Si bien el incendio pudo disiparse con relativa rapidez, se llevó a algunas víctimas. Minerva estuvo fuera esa noche, haciéndose pruebas en el hospital más cercano, mientras que Manfred se cree que sí que estuvo en la casa y, sin embargo, nunca se encontró su cuerpo entre los escombros, ni siquiera restos suyos. Algunos creen que el fuego lo redujo a cenizas, pero nadie sabe a ciencia cierta si sigue vivo o muerto, ya que, si siguiese vivo, no tendría por qué haber abandonado a Minerva y a su futura hija.