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Noah

La observé salir de su casa, con sus patines morados, patinando sin protección alguna. Su cabello rojizo era víctima del fuerte viento, logrando que se lo sostuviera con una liga que rodeaba su muñeca. La persona que me había observado salir de mi casa, era una chica.

Eran las nueve de la mañana, y el olor a limón inundaba toda la casa. Penetraba tanto mis fosas nasales que no tenía otra opción que comer en la sala, cuidando muy bien que ninguna borona del pan francés cayera en el suelo, todo mientras mi madre constantemente me preguntaba cómo me encontraba. Había empezado a preocuparse por mí exactamente en julio, pero por mucho que agradecía que me preguntaba por mi estado, la razón del porqué lo hacía me causaba náuseas. Esas ganas intensas de llorar y provocar el llanto de los demás. El enojo constante, la impotencia y el sentimiento del vacío. Cada una de esas emociones contradictorias llenaban mi cabeza al primer:

¿Cómo te encuentras?

Deje el plato vacío en el lavabo, limpiándolo rigurosamente, intentando olvidar cada una de mis sensaciones. Sentí a mi madre decir mi nombre mientras subía las escaleras, con las manos apretadas, los ojos enrojecidos y un gran nudo en la garganta que no me dejaba respirar.

Más bien, que no me dejaba vivir.

Al llegar a mi habitación vacía, cerré la puerta con gran furia, y acercándome a mi cama, tomé una de las almohadas y comencé a gritar. Sentía cada fibra de mi cuerpo necesitar golpear algo, tirar cosas, o solo aventarme de la ventana. Cada segundo de esta angustia, esta desesperanza, cada segundo de vivir, me causaba agonía.
Era una desagradable y vil tortura.

 ¿Cómo un ser humano puede ser arrojado a este dolor?

¿Cómo una persona puede ser tan cruel, arrebatándole algo que ama, algo que le provocaba felicidad?

¿Qué como me encontraba?
Esa pregunta nadaba por mi mente, siendo un pequeño barco dentro de ese gran océano. 

¿Cómo me encontraba? La respuesta me asustaba tanto, el querer lograr lo que pensaba me asustaba tanto. Cada segundo de mi tortura me asustaba tanto. No me dejaba respirar.
No quería respirar, ya que al hacerlo tendría que recordar, recordar y recordar.

Al dejar de gritar, mi almohada se encontraba húmeda por todas las lágrimas retenidas, el nudo de mi garganta se hacía más pequeño y mis manos se relajaban.

Ahora llegaba el momento de vacío.

Mis ojos ya no respondían, mi cuerpo ya no se movía, y solo me quedaba mirar al suelo, reflexionando en nada. Mi rostro no representaba sentimiento alguno. Me miré al espejo, esperando encontrar algo. Mi cabeza que contenía mis ojos rojos e hinchados rápidamente voltearon hacia la puerta al oír un grito, proveniente de mi madre.

—Noah! Baja, ¡pay! — otro buen día de "pay al carbón"

Abrí la puerta y comencé a correr, bajando las escaleras y saltando el pasamanos.

Pronto noté ese rojo, aquel cabello sedoso. La ya no tan extraña chica, al voltearse, causó que desacelerara.

Era la viva imagen de la perfección, la viva imagen de la excelencia. 

Comencé a bajar el paso, para tener la mayor cantidad de segundos para admirar la simetría de sus facciones. Sus ojos eran la viva imagen de un cristal. Podía ver todo a través de ellos, podía ver toda su esencia, la podía ver a ella. 

Mis ojos maravillados comenzaron a temer la incesante necesidad de llorar.

Nuestra dulce tortura.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora