Οκτώ

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Seungmin. 

Una semana es todo lo que tengo. En siete días cumpliré dieciocho años y mi madre me obligará a robar el corazón de un marinero. Una criatura superior asumiría el castigo y se alegraría de que eso haya sido todo lo que la Reina del Mar decretó.

Yo no soy una criatura superior.

Es una tontería pensar en desobedecer a la reina otra vez, pero la idea de que me digan a quién debo o no matar me sacude. Me hace sentir cada vez más como el perro rabioso de mi madre que es liberado para atacar a quien ella determina. Por supuesto, dado que matar humanos es una orden dada por ella, supongo que siempre ha sido así. Me he acostumbrado tanto a ser brutal, que casi olvido que no comenzó como una elección, sino como un requerimiento. Matar a los humanos. Ayudar a terminar la guerra que ellos comenzaron cuando asesinaron a Keto. Ser una verdadera sirena.

Pienso por un momento sobre si seguiría siendo semejante monstruo si mi madre y aquellas que la precedieron hubieran decretado la paz en lugar de la guerra. Si hubieran dejado que la muerte de Keto fuera el fin de nuestra batalla y hubieran convertido el odio en pasado. Se nos ha enseñado a nunca cuestionar o pensar en nosotras mismas como algo distinto a lo que somos, y lo más inteligente, tal vez, es ignorar esa idea. Después de todo, el castigo por negarse a matar está más allá de la imaginación.

Hago una trenza al lado. Nadé hasta las orillas de mi mar, tan lejos de mi madre como puedo sin salir del reino. No sé en qué se convertiría mi ira si me encontrara con ella ahora. No puedo pensar en qué insensatez podría cometer.

Me recuesto sobre el lecho del océano y le doy un empujón a la medusa que se encuentra a mi lado. Sus tentáculos rozan mi vientre y siento un maravilloso estallido de dolor. Me adormece, calma y aclara mi mente. Es una liberación como ninguna otra, y cuando el dolor disminuye, lo hago de nuevo. Esta vez, sostengo a la criatura y dejo que sus tentáculos bailen sobre mi piel. Un relámpago recorre mi estómago y mi corazón inmóvil. Quema y pica, y dejo que mi mente se empañe con la agonía.

No hay nada en el mundo salvo el dolor y los pocos momentos que existen en medio.

—Príncipe bonito, tan sola —llega un susurro en psáriin—. Buscando dolor, buscando hueso.

—No hueso, sino corazón —dice otra—. Mira dentro, mira la chispa.

Empujo la medusa y me siento para mirar a las dos criaturas que merodean cerca. Ambas son azul oscuro con aletas resbaladizas y cuerpos de anguilas. Sus brazos están cubiertos de branquias negras como navajas hasta los codos, y sus estómagos forman músculos grandes y rígidos que presionan contra sus esqueléticos senos. Cuando hablan, sus mandíbulas flojas se abren tan grandes como peces.

Nereidas.

—Príncipe bonito —dice la primera de las dos. Su cuerpo está cubierto de metal oxidado, sin duda robado de barcos piratas o recibido como tributo cuando salvó a algún humano herido. Ella lo ha clavado en su carne. Broches, dagas y monedas con alambre enhebrado, todo la atraviesa como si fueran joyas.

—Quiere ser libre —dice su compañera.

—Libre de la reina.

—Libre su corazón.

—Toma un corazón.

—Toma el de la reina. Arrugo mi nariz hacia ellas.

—Vayan y sigan a una nave humana hasta el fin de la tierra, hasta que todas ustedes caigan.

La que tiene el metal oxidado agita el cabello de su tentáculo, y un trozo de baba llega hasta su cola de anguila.

—Caída de la tierra —me dice.

—Caída de la gracia.

—No puedes caer si nunca la tuviste. —Ríen en siseos.

—Ve ahora, entonces —dicen a coro—. Ve a buscar el corazón.

—¿De qué están hablando? —pregunto con impaciencia—. ¿Qué corazón?

—Gana el corazón de la reina.

—Un corazón para ganar el de la reina.

—Para tu cumpleaños.

—Un corazón digno para los dieciocho.

Son tediosas e irritantes. Las nereidas son seres abominables con mentes que funcionan con misterios y labios hechos de enigmas. Con cansancio, digo:

—La Reina del Mar ha decretado que robe el corazón de un marinero para mis dieciocho. Estoy segura de que ustedes ya lo saben.

Inclinan sus cabezas en lo que imagino que es su forma de asentir. Las nereidas son espías, de punta a punta, con las orejas apretadas en cada rincón del océano. Es lo que las hace peligrosas. Ellas devoran secretos tan fácilmente como pueden aflojar sus mandíbulas y devorar barcos.

—Váyanse —les digo—. No pertenecen a este lugar.

—Éste es el borde.

—El borde es adonde pertenecemos.

—Deberías pensar menos en el borde y más en tu corazón.

—Un corazón de oro vale su peso para la reina.

La que lleva el metal arranca un broche de la base de su aleta y me lo arroja. Es el único objeto de la nereida que no se ha oxidado.

—A la reina —digo lentamente, torciendo el broche en mis manos— no le importa el oro.

—Debería importarle el corazón de su tierra.

—El corazón de un príncipe.

—Un príncipe de oro.

—Brillante como el sol.

—Aunque no tan divertido.

—No para nuestra especie.

—No para nadie.

Estoy a punto de perder la paciencia cuando comprendo la importancia de sus palabras. Mis labios se abren cuando cobro conciencia y me hundo otra vez en la arena. El broche es de Midas, la tierra de oro gobernada por un rey en cuya sangre fluye ese mismo oro. Un rey al que sucederá un príncipe pirata. Un errante. Un asesino de sirenas.

Miro a las nereidas, sus ojos negros sin párpados son como orbes interminables. Sé que no se puede confiar en ellas, pero no puedo ignorar la brutal genialidad de sus palabras. Cualesquiera que sean sus intenciones ocultas, no importarán si tengo éxito.

—El príncipe de Midas es nuestro asesino —digo—. Si le llevo a la reina su corazón como mi décimo octavo, entonces podría recuperar su favor.

—Un corazón digno del príncipe.

—Un corazón digno del perdón de la reina.

Miro otra vez el broche. Brilla con una luz como nunca he visto. Mi madre quiere negarme el corazón de un príncipe, pero el corazón de este príncipe sería suficiente para borrar cualquier conflicto entre nosotros. Yo podría continuar con mi legado, y la reina ya no tendría que preocuparse de que nuestra especie sea cazada. Si hago esto, ambos obtendríamos lo que queremos. Estaríamos en paz.

Le tiro el broche a la nereida de regreso.

—No olvidaré esto —le digo—, cuando yo sea el rey. 

Les lanzo una última mirada, viendo cómo sus labios se enrollan en sonrisas, y luego nado por el oro.



Condenado [HyunMin]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora