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Demi la observó alejarse con una expresión de tristeza en la cara. Ella no había visto el automóvil azul que doblaba la curva, pasando frente a la luz instalada en el otro extremo del parque de casas rodantes. Era Camila Cabello. Ese tipo de coche extranjero era poco común en Tylerville y por lo tanto fácilmente reconocible.
Lauren se había enojado muchísimo con ella por llamar a la señorita Cabello para que fuese a buscarla, pero, ¿a quién acudir? En ese pueblo, ella no conocía muchas personas que quisieran dejar subir a Lauren Jáuregui en un coche con ellos. Muchos pensaban que ella había matado a esa jovencita. Demi no. Conocía a Lauren de toda la vida y nunca la había visto tratar con violencia a una mujer. Estaba convencida de que una persona que no golpeaba, no mataba. Tal vez haya golpeado a algún hombre en una riña de ebrios, pero no a una mujer y no del modo en que mataron a esa chica. Esa clase de violencia requería alguien muy malvado, perverso o loco.
Lauren se iba a enfurecer cuando comprobara que, después de todo, no había logrado eludir a la señorita Cabello. El sendero que conducía de vuelta al parque de casas rodantes era apenas lo bastante ancho para que pasara un vehículo. Demi no se imaginaba a la maestra apartándose cortésmente para dejar paso a Lauren. Demi había dicho a Camila que ella estaba más borracha que un hombre en su despedida de soltero y que era capaz de matarse antes de recorrer un kilómetro.
Lauren y la señorita Cabello acostándose juntas... Ahora que lo pensaba, Demi se preguntó por qué no lo había sospechado antes. Ella siempre había tenido debilidad por la maestra; leía libros y escribía cosas para impresionarla, y era muy cortés cuando ella estaba cerca. Y desde que ella había regresado, ambas estaban juntas con frecuencia. Vaya, si ella hasta había dado trabajo a Lauren en la ferretería de su padre.
Y Camila Cabello era bastante linda, a su manera esmerada. Sus ropas eran de lo peor -realmente pasadas de moda, sin nada del estilo del cual se enorgullecía Demi- y no tenía senos. Pero su tez era buena para una mujer de su edad, y tenía un aire altanero que tal vez alguien con los antecedentes de Lauren hallara atractivo. Una especie de desafío para ella.
Las incipientes esperanzas de Demi con respecto a ella se venían abajo. Claro que no estaba locamente enamorada de Lauren, pero era buena con los chicos.
-¡Demi!
El susurro sobresaltó a la mujer, arrancándola de sus pensamientos. Rígida, con los ojos bien abiertos, se volvió y miró alrededor. No había más que tinieblas, excepto el mortecino resplandor de luz que brillaba sus espaldas.
-¿Quién es?
Por alguna razón desconocida tuvo miedo. Lo cual era una tontería. No había nada que temer en Tyllerville. No existía la criminalidad, salvo uno que otro adolescente estúpido que apedreaba las farolas o derribaba un buzón con un bate. Nada violento, ni siquiera un asalto en once años.
-¿Podría echarme una mano con esto?
La persona que susurraba debía ser el señor Janusky, el endeble octogenario que vivía en una casa rodante atrás de la de Demi.
Janusky había estado resfriado, y por eso su voz sonaba rara. Pero, ¿qué rayos estaba haciendo el anciano afuera, a esa hora de la noche? Debían ser casi las doce y él se acostaba habitualmente a las nueve.
-¿Es usted, señor Janusky?
-Sí. Dése prisa, Demi.
La voz surgía de la oscuridad a la izquierda de la casa rodante, hacia donde se encontraba el enorme recipiente para la basura. Tal vez el viejo había salido para echar los desperdicios y había descubierto que no podía alzarlos para meterlos en el recipiente.
-¿Dónde está usted?
Habiendo disipado su temor, Demi fue en dirección a la voz.
-Por aquí.
Demi salió del charco de luz y dio unos pasos en la oscuridad que la envolvía... y se detuvo de golpe. Una sensación de espanto cayó sobre ella como una lluvia helada. Pero antes de que pudiera actuar en consecuencia, antes de que pudiera correr, gritar o siquiera moverse, algo duro le golpeó el costado de la cabeza con tal fuerza que la muchacha cayó al suelo, perdió un minuto el sentido y vio estrellas.
Reaccionó con dolor, miedo y por fin sintió que alguien la apuñalaba; una y otra vez con furia. Lloriqueando, alzó a medias un brazo en un inútil intento de contener a su atacante y tuvo apenas un instante para registrar el hecho increíble de que la estaban asesinando.
En ese instante, su único pensamiento coherente fue una enloquecida plegaria: "Dios mío, te lo suplico... ¡no quiero abandonar a mis hijos! ¡Por favor, no! ¡Te lo ruego!
Luego la oscuridad volvió a caer como un pesado telón de terciopelo.

En el Verano (Camren Gip)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora