Capítulo I

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La escalera infinita

Las escaleras eran interminables. Peldaños fríos, inhóspitos, intratables que aparecían desde un espacio siniestro que no podía concebir, como si fueran expulsados y eyectados de la nada. No sabía si me encontraba muerto, si me habían matado o me había caído por las escaleras rompiéndome la crisma de la cabeza, todo resultaba confuso, esperpéntico, sin motivos para decir qué era lo que me ocurría. La escalera se proyectaba infinitamente hacia arriba o hacia abajo, eso no lo podía saber, pero la forma regular de sus peldaños, escribían sobre el aire la idea vaporosa de que todo parecía coincidir con una ascensión prodigiosa, o de repente era un descenso infernal lo que me esperaba. Y todo se trataba de eso: caída y redención, si era un ángel maquiavélico que jugaba con los límites de la vida, de un alma valorada en su vuelo y éxtasis divino, o era un ser demoníaco que se adscribía a la forma de la caída perpetua, que vivía entre los resquicios de mi mentalidad, en las profundas llamas hirientes de mi piel, con sus quejidos que vociferaban sendos alaridos de tortura y dolor.

No podría decir si estaba muerto, porque todo me parecía muy común y afín a lo que sentía. Me encontraba en mi propia casa, o todo me era una simple ilusión, una fantasmagoría de mi propia huida. La escalera, cuya perspectiva infinita, no terminaba nunca de parar, mientras ascendía o descendía, ya ni lo sé, todo se sucedía de un peldaño tras otro, mientras mi pie desandaba la rugosidad y el calor irreflexivo de estos peldaños, que crujían ante la presión de mi pie, haciéndolos sonar de una manera irritante, como si tuvieran vida y gritaran por tal sofocamiento, tensión y dramatismo.

Cuando sentía que el cenit, o el nadir, estaban cerca, mi cuerpo se balanceaba para adelante, para no tratar de caerse de espaldas, ya que todo se había alterado en este espacio de infidente verdad. La gravedad, los objetos y las formas habían cambiado de dimensión y se desplazaban como objetos ingrávidos, sin dimensión y volumen alguno. Mientras me sentía más ligero, mis brazos dejaban de sostenerme, y mis pies ya no sentían la pesadez de haber caminado tanto. Mi cuerpo había logrado ser la figuración de mi alma, sin tiempo ni literalidad de forma humana, donde todo me había parecido que era una sensación de fuga y escapismo, de vuelo mágico y éxtasis o zozobra impenetrable, dependiendo de si me hallaba cerca del cielo o del infierno, ya que esa era mi interrogante más imprecisa.

Todos de seguro debemos pasar por esto, esta duda incoercible de responder, si cuando morimos nuestros cuerpos suben gradas y escaleras hacia el cielo o el infinito, para acercarse a su llama originaria, al encuentro con el proveedor de la vida, con su Dios, pero que nos puede parecer que estamos descendiendo, yéndonos para abajo, cayendo como un bólido astral, como una condena que purgar o una expiación simple y puritana para nuestras vidas, ya que nuestros cuerpos pierden su capacidad de interpretar lo que nos pasa, si la vida es material o la figuración del alma es inexistente mientras nos mantengamos alertas y conscientes, como si dejáramos escapar mil cosas y sucesos, sensibilidades y percepciones infinitas, porque el cuerpo ya no nos sirve de nada, solo es un entrampamiento hacia otra manera de pensar el tiempo y el espacio juntos, como si estuvieran indisolubles de un mismo acto existencial.

Las gradas, pese a ser infinitas y de nunca acabar, en su estadio final contenían una luz liberadora que me daba mucho miedo, una presencia turbadora que asolaba con la fiereza de su deslumbramiento, cegándome por completo. En su final, esta llama negra, que me quitaba los ojos y la visión, no podía determinar si todo esto era el final o el comienzo de algo vacuo, quizás de algo insípido para mi cuerpo, porque todo los límites de esta luz imponderable, de infinita proyección sobre todo mi mundo y espacio, era la maldición de que me encontraba sin vida, castigado por un infortunio nefasto, por una tragedia azarosa que me había cortados los hilos sin saberlo, de un solo cuajo, orillándome hacia el pesar y la deriva de mis pensamientos, donde mi cuerpo era la expiada ofrenda de haber vivido mal tal vez, juzgándome innecesario, réprobo de vivir, pero que al final de esta escalera horrorosamente eterna, el andar se hacía un atosigamiento de culpa y oprobio, pese a que la luz le había dado forma y fundamento a mi preclara existencia, todo me parecía que era una farsa de la iluminación, un engaño de luz y de inmortalidad, donde ningún dios mora en ella o en su efímera morada, solo el fenómeno inexplicable de que somos los sujetos pasajeros de un cuerpo mortal, librados a la temporalidad, y que cuando descendemos o ascendemos, volvemos a caer en el mismo juego cósmico de enredarnos a nuestros más bajos deseos y carnalidades, huyendo del desapego y la muerte, para ser otros cuerpos levantados desde las cenizas de los demás, como materia muerta y significante, como troncos apilados tras la deforestación, buscando un nuevo sentido que ocupar, y que llenar sobre el mundo.

La casa de los espejismosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora