Capítulo XVI

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Áticos

En las alturas, lo áticos son la corona emergida desde los cimientos, lugares donde se alojan muñecas rotas, maletines desgastados, arañas desprovistas de sus telares, cajas de cartón que acurrucan miles hojas, libros y fotografías. El olor es de una humedad imprevista, a veces cuando llueve, el aroma de un animal muerto se posiciona con levedad sobre sus superficies, bajo insistentes retuertos, asestando sus difuminadas esencias con intensidad y descalzos sabores. Los objetos llegan para morir en este cenit del hogar, como trastos mojados, pantuflas desclavadas y trajes oliendo a moho y naftalina. Es un lugar donde las cosas mueren por su olvido, desuso y desistimiento. En este espacio, donde el humo es una señal de la sed abrumada, y las neblinas del mañana se levantan para entretejerse por las mirillas de las puertas y las ventanas, causando una totalidad de semillas solares, de luces resplandecientes que llegan para colorear este fútil espacio de la esterilidad, donde el miedo es una luz tenue y apagada, mordiendo las esquinas con clavos luminosos sin usar, empañando el vidrio con rajaduras cósmicas y celestiales. Los lugares desportillados, el parqué de baldosas falsas, el aullido de los palomos, sonidos de regurgitaciones y bisbiseos, de alarmas fantasmagóricas, caen despacio por las cortinas deshiladas, en la tristeza de los días, surcando momentos y penas excomulgadas.

La luz es una profanación de la verdad, que entra por los intersticios de estas ventanas, empaquetadas de moho y suciedad. El polvo es el único organismo viviente, que invade cada espacio y objeto, consumiendo lo que es suyo: la forma, el redondeo plástico de los espejos, las puntas afiladas de madera, y los muebles de bronce añejo. Mi cuerpo es una torre cifrada del plenilunio, una columna de miseria, materia y alabastro, nada se puede encontrar en él, solo restos de viruta y aserrín. En medio de los escombros y los trastos viejos, el aroma de naftalina bendice diariamente a los cuerpos enmohecidos por el tiempo, hechos de arenisca fina. Espacios siniestros y corcovados, de juguetes enterrados en la memoria confinada del olvido, de cajas agujereadas, paredes rajadas y mucho moho sobre el techo, donde la poca luz me bendice, escribe corpúsculos ondulares de materia, gravitaciones que trasladan un poco esa materia solar, desde el infinito o desde la nada de mis sentidos, creyéndome un juego hecho de trapos y músculos derrotados, ante el usufructo de la existencia y la cotidianeidad, con mi lenguaje de animal herido, hecho de rústicos apodos, de membretes rituales y voces crepusculares que hablan soterradamente desde lo más ruin de mi profundidad, donde la polvareda infernal es ese acento sobre la inexistencia de lo que es mi cuerpo, en esta casa de muros sólidos y distantes, como si anduviera sobre un laberinto edificado tras las ruinas de una torre, un templo oracular o una gruta donde las sombras y las quimeras son proyectadas, en este hueco de endechas cadavéricas donde casi nunca saco la cabeza por encima del ahogo y el hastío, solo para respirar un poco estas burbujas de éter oxidado y oxígeno sutil, hasta quedarme enredado en la vida onerosa de los demás, y formar parte de sus tejidos emocionales y humanos; cabizbajo y sin esperanza, con el aroma perpendicular de los astros, surcando cada estigma de este hueco elevado, como un templo residual que se deriva desde lo antaño, escrita sobre piedras de madera coagulada e imantada, de muros aherrojados por el silencio y el doloroso acto de la materia, porque gritar es como volver a abrir los ojos, despertar de este onírico letargo, entre cada latido percutado, cada sentido desglosado, cada ojo que pestañear el mal con el bien, cada asfixia de moléculas, cada poro alquímico que se eriza cuando se enciende con otro cuerpo, entre cada alarido de vahídos espectrales; sintiendo, sufriendo la carne, amando lo imposible, creyendo sobre todas las cosas: el poder reluctante de mi cuerpo, el misterio de no trascender nada de mi existencia, el sueño magnético y las cosas imponderables que se materializan delante de mí, hasta el fin de las cosas y de lo sobrenatural, clamando un grito de vida, algo que me desgarre por dentro, tal vez un sistema de creencias y estados espirituales, que me haga sentir vivo, sangrante, materia fecal, que me haga reír de nuevo, sentir la herida en la mejilla, tocar la piel del extraño, sentirme vivo y soberanamente muerto a la vez.

FIN

La casa de los espejismosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora