Capítulo VII

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Los estantes y los libros

Cada una de estas repisas están atiborradas de libros. Muchos son libracos pequeños, cojos y destartalados, algunos ya han perdido el color de sus portadas, huelen a moho y sus hojas se desencajan de sus lomos. El polvo es el peor enemigo de un libro, se les pega a sus hojas, enmoheciéndolo y manchándolo de grisura, pero lo más triste es cuando se apagan entre tus miradas y silencios, cuando nadie los hojea y son confinados en este silencio espectral, al igual que otros libros. El frío, la humedad y el olvido, suelen ser la seña de su ausentismo. Como repisas de metal y amalgama fría, madera y vidrio, cada uno de ellos excava en lo más profundo de un cementerio plagado de conocimientos, mágicas historias y palabras, con sus texturas rugosas y cálidas ante el tacto humano.

Los libros no suelen envejecer como nosotros, muchos de ellos nos trascienden, quedan para otras generaciones, son inmortales en su esfera de letras capitulares y fuentes, espacios y disposición visual, pero a veces quedan ocultos en la muralla infranqueable de la indiferencia, en estas repisas impávidas, donde se construye el más fiero olvido, y la distancia del sinsabor de que nuestra memoria es aprehendida y fragmentaria, ya que junto a la presencia libresca de estos textos, algo se queda con nosotros: sus relatos que hablan de cosas imposibles, de personajes alegóricos, cantados o gritados entre cada hoja, como si quisiéramos estar con ellos, sorteando peligros o amando entre sus argumentos, que deseamos tener una vida inmaterial, muy fantasiosa, porque eso nos entregan los libros ante la incomodidad de vivir sus últimos días, en estos estantes plagados de rencillas y desaires, donde no existen nada más que la letra y la memoria del tiempo para morir, hasta que dejen de ser leídos por las astillas y las crisálidas de orugas que cohabitan entre sus hojas, como si una estación de cáscara y guijarros son inexistentes, por eso, lo mejor de lo libros es su memoria, un ingenuo imaginario, un pequeño pedazo que nos desglosa en cada una de sus páginas, sin tapujos de credos o creencias, simplemente nos esboza algo que se puede evocar con la ilusión, con solo desearlo entre líneas, lejos del temor a sucumbir, a quedarse sin alma y canto, con el silencio y el enmudecimiento de sus narraciones, para que se compenetren en una sola ojeada, que usurpamos el cielo con leerlos, y nos quedamos arropados en el abrigo del infierno, embistiendo sus contenidos de entresijos, líneas y verbos, párrafos y puntos, ya que cada libro es una alma viviente, un cuerpo de corazas y fragilidades asumidas en la pulpa carnosa del corazón, una arma para soportar el tedio y la existencia misma.

El estante suele estar frío, como un campo desértico y magnético, pero los corazones de sus ocupantes nos demuestran que están hechos de fibra y calidez, de tuercas desvencijadas y pegamento, de tinta y palabras que se resisten a morir, de ser apaleados por el estigma del olvido, y caer en un saco de dudas que no tienen respuestas, donde nadie más los podrá sacar de ahí, hasta que las arrugas y las canas del tiempo se oscurezcan y escriban otras cicatrices y rajaduras en sus tejidos, que se descuartizan a sí mismos y dividen sus extremidades en pergaminos rotos, fraccionados por la mesura del tacto, pero que sus labios y portadillas son los acercamiento de un concepto inmemorial, que preexisten desde que nacemos, por lo que rápidamente pasaremos al olvido y la extinción, tan frágiles y volubles, de carne mortal y materia consumada en lo incipiente, oscurecidos por el vaivén o el bamboleo fluctuante de la vida, sufriendo el temporal de las causas exógenas de nuestras percepciones y entregas, donde los libros son los objetos de nuestra trascendencia y adicción mnemotécnica, puesto que nunca mueren de escorbuto y de virus, solo sufren la simbiosis de las bacterias y los hongos, quedando ocultos ante la vista, tapados por la indiferencia y la complicidad del silencio, metidos entre sacos viejos de arroz y estanterías viejas, desportilladas de barniz, pero que algún día, ante el descubrimiento de aquel conocimiento oculto, algo será como un fuego nuevo que deslumbra nuestras prudentes miradas, destapándolas de su ignorancia, abriendo nuevas brechas y surcos, iluminando cada desazón de lo que somos con sabiduría, magra esperanza, humanidad, inteligencia y el infernal mundo de las ideas.

La casa de los espejismosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora