Capítulo VIII

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Soul Kitchen

La cocina es un espacio que nos recuerda todos nuestros actos y vivencias, el alimento fragoroso, la frugívora sed que nos alimenta el alma, que nos hace ser oyentes de los demás y participes de sus remembranzas, discursos y conversaciones. Cada olor de la cocina es recordado como el primero en su intensidad: el olor del condimento, de las encendidas especias y el aroma dulzón y edulcorado de los postres y las tortas, son también memorias y reminiscencias vagamente vaporosas, huidizas, porque su olor nos remite cuando éramos niños, apegados a nuestros instintos, al olor lácteo y blanquecino de la madre, al olor de nuestra materia fecal, al olor del sudor por la mañana, al olor de la almohada contraída de saliva y lágrimas, ya que todo es materia olfativa, quizás considerado como unos de los primeros sentidos que labran el gusto y el placer por los objetos, por su fetichismo olfativo, porque olerlos era la sensación de que nos pertenecían, que inspiraban por dentro un aire de vacuo éter y aroma con contenido, forma y sustancia material.

La cocina es el alma de la familia, contiene su espíritu y esencia, personalidad y voluntad, es el lugar donde uno a veces se siente más solo, acompañado de un viejo televisor que transmite noticiarios plagados de violencia, de un deseo desmedido y bajo la incongruencia atonal de un sistema que se está yendo por el trasto, como si fuera un juguete viejo y obsoleto. Sus paredes amarillas, con el moho imborrable de la grasa que se ha adherido permanentemente en sus muros y cerámicas, laqueando la pintura de un color grisáceo, pegajoso y sucio. Los cubiertos que cohabitan con los platos y las fuentes, el refrigerador que asedia su inquietante soledad al lado de un horno microondas, todo eso me parece que la cocina es el lugar donde se cuecen los recuerdos a fuego lento, que son extirpados por cada alimento que nos metemos en la boca, por medio de esas jarras cristalinas o de multicolores, evaporando el agua en cada labio o en cada boca sangrada de añoranzas y aflicciones.

Le mesa circular que aún contiene las migajas del desayuno, las sillas desplegables que aguantan el peso lacrado de los días, también son seres vivientes que sufren por nuestra existencia, que lloran acompasadamente al lado de nosotros, tratando de calmarnos, con los manteles ribeteados de formas juguetonas y rizos dorados, con la cocina a gas que bombea el calor a impulsos y alquímicas ordalías; con al dispensario, que guarda cosas y objetos que nunca más se volverán a ver en la vida, salvo para sacarlos de su cárcel y botarlos a la basura, deshaciéndonos de ellos como de los seres que alguna compartieron una merienda, un almuerzo o una cena con uno; con la familia y la risas coquetas, jugando monopolio o ludo, scrabble o damas chinas, sobre esta mesa que ha aguantado el paso del tiempo, de la inercia y la modorra, de la pesadez y la fatiga, a oscuras y encendida de fluorescentes, con velas prendidas debido a los apagones excretados del terrorismo, estudiando largas horas una tabla de multiplicar que no me aprendía, llorando desconsoladamente, mientras la soledad me escribía nudos y cifras en la boca del estómago, en la necesidad de comer un pan con mermelada, un vaso de jugo de naranja, una fruta remendada de acidez y santurrona dulcería.

Cada espacio que tragaba algo en esta cocina era el imperio de volver a rememorar viejos recuerdos, cuando todos mis hermanos estaban juntos y apretujados en esta pequeña mesita de madera, cuando eran adolescentes y bromistas, con nuestros padres en su semblanza de adultos y posturas conciliadoras, hoy, la cocina está luminosamente pintada de brillantina y mapresa, de acero inoxidable y un grifo nuevo que se anda malogrando cada cinco años, aguantando la sorpresa de que todos ellos ya se fueron de mi lado, algunos se casaron, haciendo de sus vidas tarjetas de postales y llamadas telefónicas, otros, en cambio, viven en tierras lejanas de extranjerías, de carnets y pasaportes, como misivas internacionales y emails que te llegan desde impías fronteras, pero mis padres, ya dejaron de existir, se fueron como el olor tétrico de un pan ahumado, de una tostada quemada por la inexactitud del tiempo, de un tarro de miel orillado en la frialdad calurosa del frigider, de unas torrejas de arroz, de un pastel de mil hojas, de un simple pan con queso, de tantas cosas que me recuerdan que estuvieron a mi lado, cociendo sus ternuras con juegos y cariños, aprendiendo de sus enseñanzas y correazos, que los extraño en toda la profundidad de mi alma, en cada recoveco inubicable, donde la sal incontable de mis dudas está pegada a mis ojos, que el azúcar es cada vez más amarga en esta taza de té, que la mortadela y la mantequilla saben rancias si ellos ya no están conmigo, pero la vida transcurre así, como el olor del alma y una manera de despedirnos, mediante la intensidad de un sabor eludido a fraguas espectrales, encerrado en un frasco de cristal, bajo el aroma ineludible de sus cuerpos que huelen a tristeza, a espasmos incontenibles, a tajadas de recuerdos y formas que se nos van de las manos y de los ojos.

La casa de los espejismosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora