Capítulo V

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Murallas humanas

Las casas suelen tener espacios no descubiertos, ocultos ante la mirada. Las parades son versículos de la inquietud, estiletes de duda y congoja. Cada pared, pintada en tonos blanquecinos, grises o multicolores, solo es la distancia que nos separa de otros cuerpos. Son las murallas de una extinta ciudad, o los cimientos de la Torre de Babel, en ellas no hay ni historias ni un solo recuerdo de algo, son solo los vestales aproximativos de que no se es nada en la vida, solo un cuerpo dudoso, medroso de actuar. Estas paredes, con sus largas e infinitas proyecciones a través del contorno de mi casa, me dividen y separan de lo que soy, como si fueran los muros de un laberinto infernal, reflejando esa luz oculta y perdida de la luna, esa posesiva señal de lumbre y resplandor.

Cuando las toco, es el frío tacto de sus rugosidades que me hieren, como estalactitas dolorosas que se impregnan a mi dudosa piel, a mis ojos y extremidades vacías. En cada metro de su distancia, solo pueden existir los hoyos y las resquebrajaduras de algo inasible, inmortal, como si fuera la inmensidad de un mar hecho de restos corales y de algas. Cada sentido y pulso, tiempo y espacio, son las proyecciones inabarcables de la culpa humana, donde no existe ni fin ni mucho menos la piedad con uno mismo, solo los vestigios de arena, piedritas, y fierros oxidados, de cemento compactado y cal santiguada.

A veces las paredes nos distancian de los demás, son muros inexpugnables que nos enseñan desde niños la crianza del vacío, el aislamiento y la soledad. En su interior late la penumbra y la oscuridad petrificada, su corazón suele ser un hueco vacío de cemento que no ha cuajado del todo, y sus brazos y piernas son las columnas amarradas de alambres y fierros retorcidos, donde el esmalte bondadoso y lineal de su geometría, es tan duro como la piedra y el granito. Frente a eso, mi cuerpo es una molécula más desaprensiva, un organismo que deambula entre sus muros, ya que no tiene ningún centro al que asirse. Divaga como un astro constelado, congelado en su fiereza. Sus callos y rajaduras también son las huellas de una memoria incógnita e inubicable, porque no sabemos ver hacia adentro de uno mismo cuál es la textura del vacío, la construcción del cuerpo y su coraza, del espectro en su molicie templada a fragua y mucha agua, cuajándose a golpes de paletazos y lampazos a mano limpia, como certeras estocadas, hasta que consiga su dureza, pero mi cuerpo, en la levedad de su fragilidad, no sabe ser tan exacto y material como este bólido hogareño, ya que solo sabe ser una cáscara más del hábito y la costumbre, del tedio y el vómito existencial.

La casa de los espejismosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora