Capítulo III

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La cama me da vueltas

Literalmente cuando la cama me da vueltas es que uno completamente está borracho. La cama se alarga y se aplaca de fiebre, se da vueltas y trompicones con mi cara, con ella no se puede tener tranquilidad, se mueve y se destaza, se achica y se cuece solita. A veces huele a sebo quemado y otras a un animal podrido. Los días son iguales para ella, puede existir para dormir como ser un infausto. Las veces que me he embriagado la he llenado de vómito, orín y saliva, sin piedad de su textura y suavidad. Cuando caigo rendido, ni cuenta me doy si es que está bien hecha o extendida, solo me desplomo rendido ante ese confort de reposo, como si fuera el último día de mi existencia, ante sus sábanas blanqueadas por la pureza, resguardando el calor, cobijándome del frío, de la noche y el mal sueño. Cuando se descansa a solas, no puede existir el tiempo, solo la sensación de conseguir una libertad insospechada, algo indefinible: una nota de congoja o una tonadilla que empieza a marcar el pulso del sueño y la dormición.

Este colchón tiene muchas dudas. No sabe si mi peso lo va a destripar, o le va a hacer cosquillas, le va a sacar la espuma o los resortes de su caja torácica. Pero mi cuerpo es ingrávido, no tiene volumen ni peso, no existe ni es andante, solo una forma asumida de vida que tararea tontamente las musiquillas pobres de la vida, creyendo ser exultante, vivo y dinámico, cuando no sé es nada en este mundo. Mi cama me daba vueltas y eso me bastaba, para saber todo lo que entendía de ella, cuando se me volteaba patas para arriba, mi estómago se revolvía del asco y el hambre, aguantando los días más fieros cuando no me alimentaba, solo de la necesidad hirviente y del alcohol, esos era mis días, soportando el dolor en este pecho, a boca de jarro como dicen, de gastritis contraída, que ni los efervescentes ni la ranitidina me calmaban, solo me orillaban a beber más y más, hasta que mi cama diga basta, ya no más.

Cuando amanecía, muy tenuemente, mientras la luz del horizonte entraba por una rendija de mi ventana, la pobre estaba echada sobre el suelo, sus pequeñas patitas de madera se habían roto y se habían desplomado, tal vez el enorme polvo de la noche anterior la habían destruido, la habían dejado exhausta, asesinada, como aquella mujer de encajes imborrables que me cogí ayer, que ya ni recuerdo su nombre ni su forma de andar, solo recuerdo que chupamos hasta el final, como si fuera la última noche que nos veríamos, la última noche el Titanic, y así fue, una despedida descomunal, una noche de porno loco. Su paciencia me asombrada, la de mi cama, sin decirme nada, solo aguantando el gemido y el fragor de aquella noche infinita que destejía sus costuras, que le hacían crujir los resortes alambicados y oxidados de su forma rectangular.

Mientras los días duran en mi viuda, la cama me acompaña también en estos trasgos y fragmentos de diurna sapiencia, sin saber para qué vivo o existo. A veces pensaba que era un barco cruzando el temporal, ante el vaivén tormentoso y horripilante de la tempestad, cuajado entre sudores nocturnos y un miedo inexplicable que no se puede decir con palabras, sin saber que alguna vez esto se pasará o terminará de un solo momento. Aguantar era más difícil que vivir mismo, existir es una responsabilidad enorme, porque si no las cagas olímpicamente, le haces daño a los que más quieres, le engañas a tu pareja o a tu esposa, y terminas como una bazofia andante, sin propósito y escrúpulos por la vida, terminas hecho mierda, un cagón más en la vida, alguien que, si estuvieras realmente muerto, realmente nadie se acordaría de ti.

La cama ya no me daba tantas vueltas, hoy parece que se ha rendido ante mí, o ha caído muerta de una vez por todas, no ha sangrado como debía ser, simplemente la he tocado y estaba más fría que un tempano emergiendo del glacial, sin suturas ni heridas, con su color de pulcritud y levedad, no era otra cosa que un estropajo viviente, con las sábanas enredadas a mi cuello, el edredón desparramado por todo el suelo y la almohada metida entre las piernas. La cama había sido descuartizada de su orden y limpieza, se había impregnado con mi olor y me pertenecía una vez más, no había sucumbido como era debido, solo había escrito en la prontitud de la noche, un estigma viviente, un malherido sentido del dolor que me punzaba la punta de los pies hasta dejarme estéril, insensible, solo en medio de las colchas y las sábanas, con el tacto más helado que abrazar un iceberg viviente.

La casa de los espejismosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora