Capítulo XIV

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La azotea

¿Qué será del aire? Un espacio de prominente cráneos fractales, donde mi espíritu se desvela y zozobra con el delirio de la luz, con el sol más quemante y lacerado hormigón de concreto. ¿Dónde se encuentra mi libertad?, tal vez en el insospechado acto de la luna, donde los sueños son estigmas plegados a la piel, como terciopelos del hambre y el desgano, ¿Pero qué será de mí? De mi amordazada voz, de mi glotis friccionada con el rencor, la humillación y la palabra oculta, todo me es el fruto de la extrañeza, de ese árbol del paraíso cortado en trocitos y extraído del lumen y el umbral sosegado. Mi piedad es un lugar común, de desgarraduras plásticas, como flores miméticas que viven alambradas al suelo de una maceta desportillada, con las paredes rajadas por la pintura del ocaso, en su postura blanquecina, de paredes mofletudas y barrigonas, donde puedo restar mi cansancio con la líquida visión del cielo. Este espacio de libertad, de aire construido de lévanos y túmulos, de huellas tubulares y sonidos cansinos, de ruidosos casposos y callejeros, ¿se parecerá a algo de mí?, a mis escritas hernias, mis adoloridas mordidas, donde la artrosis cuece mi pie dentellado de pus, creando un lugar secreto, un reino mágico del moho y la celosía del pan y el día. No puedo abrir los ojos y sacarme la lagaña de la claridad, de ese acto fulminante y entrecortado, tal vez añorando un sintagma de milagro, dentro del agua, los ríos son témpanos fugitivos, espadas de sal ahumadas, largos cuencos de la muerte en la quijada de la risa.

La ciudad de granito se compacta contra los hombres. Su pesadez es un maremágnum de smog y humos tribal. ¿Soy un cuerpo?, ¿Vengo de la materia?, ¿Existo en esta pesadez de tierra? No lo puedo determinar, mientras una manguera enflaquecida me corta el paso, triturándome los dedos con agua y burbujas de aire comprimido, jugando con las estancias amuebladas de mi prisión espiritual, donde caigo sin voz y me cocino en el atanor, en ese hueco negro de fosos medulares, de azufre y paladares, de cinabrio y pelicanos desplumados. Aquí el lenguaje es hacer de este palabra una santificada huella del polen, donde no existe más este cuerpo elevadizo, como tabla rasa del desvarío, usurpado por la luminosidad del cielo, que me deja perplejo en la tenebrosidad de mi morbo, con el olor licuado de la experiencia carnal, sin miedo de polentas y de polainas, quizá para remediar la asfixia y la muerte, ese techo de nácar y mohos carmesíes, como el lugar infrecuente de polvo y las tarántulas astrales, de parásitos más rubios que la tez frontal del sol, como mi padre ubicado en la noche del luz del día. ¿Acaso se me da el don de vivir? No lo sé, pero mis anginas sufren por respirar hasta terminar el día, donde la insuficiencia del oxígeno, en este frontis perpetrado del terruño elevado, es mi dorado renacer, la aspergesia y el licuamen, el terrenal y la umbría posta de cal.

¿Y volveré a vibrar? Con el plañidero dolor de los Eternos, mientras se edulcora este relato misterioso, de vibratorios respirares, con el opúsculo de la mortaja purpurina, entre tolderas himpladas de agua, techos descuartizados por el agua torrencial, donde cabizbajo, sé de la huida vaporoso, contando números y bastones de fuego, mientras la torre se desploma, que solo es tocada por la sutilidad de una pluma, a feudo y contramarea, presionado sobre los puntos limítrofes de la arenisca y la arcilla azulada, por medio de la planta humana, de su tallo de bulbos vaginales, donde este incipiente mordisco de libertad me da su frugívora mordida, quedándome saboreando el resto de un pezón femenino, una pulpa enrojecida de calma y dolor. ¿Un despido es todo lo que tengo? Reventado de rictus y vaivenes, con la sotana del techo, sus herrumbres de fraile mariscal, de cuerpo regordete y anillado de hilos y paja, como un muñeco hecho de muérdago y aceituna, como si no fuera nada más que un juguete que se pierde en la zurcida red del pozo metafísico.

¿Y andaré por este mismo errar? ¿Estas palabras me dicen su verdad? Con el piso de cemento hecho agujeros, como un fino pegamento de la inercia y la gravedad, de greda y cascajo, de hormigón fucsia y líricos síndromes que me pausan el cuerpo, sin respirar la toxina dulce del hermafrodita, sobre aquel organismo proyectado del Ecran más sutil, inventando pájaros de argamasa y granito, para que vuelen sin tozudez ni tartamudeos, sin tinnitus ni silencios de ecolalias incesantes, hasta la opresión del pulgar y la llama del hielo carbónico, donde no soy nadie, simplemente un determinado absceso de lo minúsculo, una partícula de fotón que pierde sus mil lados y un solo centro circular, de kilos y engranajes, de zumbidos quiméricos y ratas apretadas en el tubérculo de la vida, creciendo a exhalaciones y tumores, entre resabios de acertijos y lámparas cubiertas de gas, donde mi voz es un cuerpo acostumbrado al desgano y la inapetencia del fastidio, a existir mientras se sufre y se destripa la cuerda vocal, de voz y verbos, de significante y materia oral, como una placa de bacterias que devoran mi lengua y la hacen una palabra pulposa de irritación, de inflamación, como muriendo por la boca, espejeando la espuma contaminada, como si fuera un pez medio cojo y bizco, hermano de mi abismo y profundidad, fluorescente en el mar de resina y petróleo, mientras me muero de a pocos, apagando el santiamén y la locura, en la libertad total de que sabía que iba a ser así: sin oportunidades ni lúdicas expresiones.

La casa de los espejismosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora