Capítulo XI

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El patio

El patio era mi lugar de recuerdos preferidos, un pequeño cuadrado dentro del hogar que tenía un aire prestado, unas gradas encorvadas, macetas y muchos objetos más que nos entorpecían el diario sufrir. En él asistí a mi primer juego, tal vez llorando ante una caída, o quemando mi juguete favorito. Este patio es el único espacio donde uno es vigilado, las miradas cercanas de los padres andan merodeando todo lo que hacemos, para ver si no maltratamos a las mascotas, o hacemos un pillaje de cismáticas envergaduras. Cada juego y risa se queda erizada en la percepción del tiempo, como si viviera un bucle que es recordado mediante la nostalgia y la vibración. En este patio, el baño era una suerte improvisada, cosa obligada de todos los días, era el lugar donde uno se aseaba, lavándose los dientes, las axilas y las orejas antes de ir al colegio. Estaba cerca de la cocina, con su pequeño ventanal que aireaba y nos metía la frescura por las fosas nasales, creyendo que respiramos, pero todo era una horrorosa mentira, existimos porque somos sutiles ante los actos de la vida, casi como seres materiales que piensan que existen, donde el hombre solo es una máquina inventada de alegorías y muchos pensamientos, que se desplaza con lenguaje y simbolismos, lógica y algo de intuición por el mundo.

Mi patio interior, hoy en día, es el lugar más viejo del hogar, nunca lo atendimos como debe de ser, anda con el suelo descascarado, sin el ocre rojo intenso que los engalanaba, como queriéndonos devolver algo de la vida y la sangre derramada. Su superficie está entrecortada por las grietas de los sismos y las fracturas de la tierra, desportillada ante los golpes de martillos y metales, muelles y fierros oxidados, hoy eso ya es una cosa turbia del pasado, ya no existen más en este tiempo, solo en la memoria de que estuvieron ahí, por un largo tiempo, sin que nadie haga algo, simplemente allanando la soledad con el espacio, la llama indisoluble del cuerpo con la seriedad del desorden, en esté pequeño cuadrado mágico, donde jugaba con mis soldaditos de plástico, inventando guerras fantásticas y fuegos pirotécnicos, bombas atómicas que solo explotaban en mi mente, destrozándome los oídos, ante el sonido de una guerra ficticia que me destripaba por dentro, reventándome las venas de pólvora y balas, y creía que la muerte era solo un juego de parecerse a alguien que estaba quieto, inerte y sin poder moverse, desplomado por el suelo carmesí de mi casa, simulando una vida que se me había ido de las manos, muriendo como un soldadito anónimo, un cuerpo maltrecho hecho de aserrín y cenizas.

Mi patio no tenía nada de plantitas y flores multicolores en el pasado, ahora sí. Dicen que cada memoria tiene un espacio, un vago respirar sobre el cuerpo, y mi patio tenía los mejores lugares de los recuerdos, lleno de llantas viejas y tizne, de baldes de agua enmohecidos por el olvido, de javas de conejos y balones de gas, de floreros rotos y trapos viejos que sirven para limpiar la sarna y la escarcha maloliente del hogar, de zapatillas entumecidas por el frío, de desperdicios y frutas podridas, de sillas endebles y mesas rebeldes desportilladas, de cerámicas agrietadas por el lamento de un esclavismo emocional, juntando pobrezas y hacinamientos, recuerdos vagos e indestructibles actos de una presencia familiar que nunca existía y habitaba conmigo.

En el patio no sentía mi libertad, porque todos me miraban para observarme y cuidarme, de no hacer algo indebido y destruir la casa, de quemarla y hacerla cenizas, de pintarla y llenarla de grafitis, de descascarar sus paredes llenas de moho y humedad, de su olor de tierra mojada y encendido aroma de azufre y fosfato, de su cemento podrido a grasa y suciedad. Los patios no me suelen ser los mejores argumentos para recordar mi infancia, no lo siento mucho así, era solo un pequeño estigma de la cerrazón y el enclaustramiento, de un minúsculo cuadradito que encerraba una libertad a medias, de un ridículo espacio que nos entregaba el aire domesticado y confinado a la asfixia y el aburrimiento, de un lugar donde uno era un niño autómata, sin poder correr libremente, como si fuera una jaula de la despreocupación y el tedio, pese a mis cortos y redundantes años de infancia, ya sabía que el juego mecánico de la vida era destruirse a sí mismo, vivir sin sentido alguno, dando vueltas y vueltas por este mundo ofuscado de juegos y energías ingobernables, como si uno mismo fuera un objeto de mecánica, un animal sopesado en su jaula, en su hogar laberíntico y carcelario, donde sentía que la libertad era jugar a quemar mis soldaditos de plástico, inventando muecas del oprobio y el desgano, creyéndome libre, cuando solo era un cojudo más que vivía como un creyente titánico y fanático del lacerado encuentro del paraíso con el lastimoso espacio arquitectónico de mi hogar.

La casa de los espejismosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora