Bronce

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Medicina, anatomía, laboratorio, cerebros...
Era en todo lo que podía pensar porque ahí se meten en tu cabeza haciéndote creer que es lo único que tienes que hacer en la vida: amarrarte con tu deber y siempre alcanzar la 'perfección'. Una disciplina muy competitiva, si me preguntan.

En fin, por eso este lugar era mi refugio y un gran descanso; podía estar en una zona cómoda, dejándome llevar y siendo creativa, cuidando los recuerdos de alguien más mientras pensaba en los míos.

Ese día Jiraiya no se encontraba, por alguna razón, él y mi tutora se habían llevado bien por lo que habían ido al barrio de Shinjuku, ahí era donde ambos encontraban su propia paz. Claro, desde que Tsunade le dió una larga plática de por qué no tratar a las chicas como objetos o algo que puedes consumir, el tipín prefiere solo acompañarla, quizá tomar y buscar buenos libros mientras ella va a los clubes de apuestas.

Por lo tanto, ese día yo corría la tienda. Era viernes, realmente no había mucha gente en esta pequeña calle junto al templo, es un día para salir, para divertirse o para descansar de todos los deberes de la semana, no para tener una experiencia 'cultural' o tradicional. Sólo gente grande pasaba por aquí o familias con sus retoños.

Había estado practicando con la pintura dorada, aún no me dejaban hacer mezclas para reparar las vasijas y objetos porque seguía aprendiendo; sin embargo, era divertido, la pintura emitía un polvo muy parecido. Además, dibujaba en tazones ramas que emergían del fondo, pero parecían cicatrices bien cuidadas, aleatorias, pero directamente curadas.

Estaba al frente de la tienda, dónde exhibimos todo el trabajo y está la caja, pero preferí pasar. Miré el pequeño reloj que estaba en el estante de madera a un lado de la entrada, era mi hora de comer, vine aquí casi corriendo de mi facultad por lo que me lo merecía.
Entonces fui atrás, al pequeño jardín que oculta la casa, en dónde hay pequeñas tarimas dónde nos sentamos a arreglar la cerámica o a pintar.
A un lado, estaban pasillos muy angostos, después de todo era una casa japonesa cerca del centro de Tokio. Bien, pues esos pasillos daban a la pequeña casa donde comencé a prepararme yakizoba, lo más sencillo cuando cuentas con fideos, verduras ya cortadas de algunos días y pollo; solo es necesario calentar y agregar una salsa.

Estaba inmersa en el buen olor, lo puse en un cuenco obscuro con pequeñas flores con toques azules y algunas con degradados rosas. ¡Ah, que perfecto era todo aquí, como si el tiempo se detuviera!

Cuando me dirigía nuevamente al jardín sosteniendo mi plato y un vaso de agua, lo ví.

Un chico de cabello negro con un peinado muy particular, me daba la espalda, tenía los codos sobre la mesa y estaba leyendo.

¿Un cliente? No, no creo que alguien se atreviera a pasar para sentarse. Digo, quizá hubieran esperado en la puerta del jardín.

Un rayo de luz cayó por las hojas del árbol que decoraba el jardín, cayó el reflejo en su cabello, pero me llamó más la atención como sus brazos pálidos se veían... ¿Lindos? ¿Cómo decirlo? Su piel se veía muy linda, casi como la porcelana que tanto me gusta ver aquí.

Claro que sintió mi presencia, más que me había quedado ahí parada como por un minuto observándolo.
Deseaba que no tuviera una linda cara, si ya me había tomado tiempo verle el cabello y los brazos definidos, ¿me quedaría más embobada con su rostro?

Por favor no, ya estaba muy avergonzada porque miró hacia mi dirección, se había girado.

Yo alcé los hombros por instinto, pero comencé a acercarme a él.
¿Podía comer enfrente suyo? ¿No era de mala educación? Aún si él había sido el primero en ser informal al pasarse y sentarse, sentía nervios de cómo comportarme, al fin y al cabo era un extraño.

La belleza de la imperfecciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora