Capítulo 18: Capturados por los desirauis

23 2 2
                                    

Los arborícolas se arrodillaron formando un círculo en torno a la larga hilera de túmulos. Allí yacían los compañeros muertos, aunque no todos, solo aquéllos que habían logrado desenterrar. Era el momento de la despedida. Sin ninguna esperanza de encontrar algún superviviente más, tenían que partir.

La tormenta de arena había sido devastadora, infernal, un torbellino de arena que había arrancado tiendas de cuajo, o las había sepultado bajo toneladas de arena. Algunos, sin embargo, habían tenido suerte, y Carlos Darwin era uno de ellos. De rodillas, la mirada triste, la cabeza gacha, se rascaba la hirsuta y canosa barba mientras rezaba por el alma de maese Enrique. Rezó por él a los dioses arborícolas: a Cernunnos, el dios astado, a Epona, diosa de los caballos, a Belenus, dios de la luz, y a muchos otros. Aunque maese Enrique fuera un hijo del desierto, si los dioses eran justos, velarían por la paz de todos los hombres buenos, arborícolas o no. Y el galeno era un hombre bueno, sin duda. ¡Cómo había ayudado a los Caro, aun a costa de su propia seguridad! El niño, Yosef, habría muerto sin sus cuidados. Y ese niño con el don de leer las mentes se había quedado huérfano, en cierta medida.

La mirada del pelos largos era atormentada. Se sentía culpable. Quizá era injusto consigo mismo, pero no podía evitarlo. Si él no hubiera soltado la mano de Benjamín Caro, o si hubiera tenido el valor de ir a buscarlo, el Cantero no se habría perdido, y entonces el médico no habría salido de la hendidura a rescatarlo, en cuyo caso seguiría vivo. Luego era culpable.

Llegó el momento de partir. Durante una semana, habían trabajado muy duro. Primero, rescatando supervivientes semienterrados en la arena o atrapados en las hendiduras de la cantera de yeso, y, después, desenterrando cadáveres para darles digna sepultura según los rituales arborícolas. También habían conseguido encontrar algunos camellos que habían huido, aunque, en su mayor parte, o bien habían muerto o habían desaparecido. La situación no era mucho mejor con respecto a la reserva de víveres y a los carromatos y enseres: las pérdidas eran tales que la situación podía considerarse catastrófica. La única buena noticia era que los barriles y odres que con tanto sudor llenaron de agua estaban intactos.

Los supervivientes partieron al anochecer. En los pocos carromatos que quedaban, solo había sitio para la impedimenta y los niños. El resto viajaba a pie, así que se movían con lentitud. El cansancio y la desolación hacían mella en ellos. Ya no pasaban sed, pero sí algo de hambre. Ahora necesitaban racionar los alimentos.

Tardaron más de una semana en regresar al camino, a la ruta marcada, y dos más en alcanzar el dunasis de aloes.

El ánimo de los exiliados revivió al encontrarse con aquel vergel en medio del erial de tierra, polvo y matojos resecos. Un extenso bosque de aloes de miles de hectáreas se extendía ante sus agotados ojos grises, que miraban con devoción y sorpresa los tallos altos y ramificados de los aloes, las rosetas de hojas carnosas y lanceoladas de márgenes espinosos, los inmensos racimos de flores tubulares amarillas y rojas. Tenían ante sí un lago de tonalidades que iban del gris al verde brillante, una inmensa bodega cargada de agua.

Una semana más tarde, los aljibes móviles estaban a rebosar, por lo que contaban con agua suficiente para llegar hasta Parisii, a su destino. El único problema era conseguir comida suficiente, contrariedad que Darwin trataba de resolver.

El técnico, sentado sobre la tierra reseca, rodeado de tallos verdes y finos troncos, tiraba de la raíz que se hundía en las profundidades del subsuelo. Cansado, se detuvo para limpiarse el sudor de la frente. Varios metros de una interminable liana se enrollaban formando una enmarañada madeja. La raíz era fina pero resistente y lisa como el acero. Resbalaba por la tierra con suavidad. Parecía increíble, pero era cierto: la semilla de zanahoria había germinado, generando en una semana una raíz de una longitud descomunal que había encontrado el agua que necesitaba para crecer en las profundidades del desierto. Lo mismo había ocurrido con las semillas de tomates, pimientos y otras hortalizas y verduras, así como con los árboles frutales. A su alrededor, creciendo sobre la tierra yerma, se extendía un huerto que les proporcionaría en pocos días una abundante dosis de alimentos. Era una especie de burla al desierto.

Hijos del desiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora