Capítulo 5: Detenciones

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Los trémulos fulgores del alba se dibujaban sobre el horizonte cuando la figura de Benjamín Caro, sentado entre las jorobas de su camello, el semblante serio y melancólico, sumido en tristes pensamientos, comenzó a formarse en la retina de Robespierre, que lo esperaba impaciente junto a los gusamiones. Tras él, envuelto en una nube de polvo, se movía con lentitud un carromato tirado por bueyes. El suelo del camino era terroso, tachonado de matojos pardo amarillentos de especies no prohibidas por el Imperio.

Benjamín desmontó de su camello cuando éste se agachó, hundiendo las rodillas en la tierra. De mirada saturnina, piel curtida en sus largas travesías por el desierto y ojos grises llenos de melancolía, su mirada, dura como el diamante, delataba el tremendo sufrimiento que había sobrellevado en sus cuarenta y cinco años de vida.

—Llegas tarde. Hemos de darnos prisa y cargar el gusamión antes de que amanezca —dijo Robespierre.

—Que mil escorpiones me piquen si miento, Pierre. Yosef ha empeorado y he tenido que esperar la llegada de maese Enrique.

—Pues venga, al tajo, y dejémonos de sandeces —gruñó Robespierre.

Benjamín se acercó presto al gusamión, de aspecto vermiforme y segmentado en anillos, y cuya longitud superaba con holgura los veinte metros. Cada anillo era un compartimento estanco, recubierto de un caparazón metálico y dotado de tracción de orugas. La rotación independiente de los anillos le confería al gusamión una enorme flexibilidad, idónea para reptar por todo tipo de terrenos, y en especial por los inhóspitos parajes del desierto.

Al norte, envuelto en las brumas matinales, se adivinaba más que se veía el árido baldío que rodeaba Gutenburgo, un pedregal reseco, de tierra cuarteada, con pequeñas lomas desperdigadas aquí y allá. El gusamión había dejado una profunda rodada en la arenisca, de forma que era posible seguir su estela, deshacer su largo camino, el prolongado periplo a los burgos del este europeo, desde donde transportaba sedas, brocados, minerales y diversos productos manufacturados que los comerciantes del primer y segundo anillo compraban al por mayor.

—Por fin en casa, ¿eh? —le dijo Benjamín al conductor, un individuo fornido de mirada inquieta—. ¡Sapos y culebras! ¿Cómo andan las cosas por el este del Imperio?

—Revueltas, muy revueltas. Espero conservar mi trabajo, y que no me pase como a ti en Estrasburgo.

Benjamín suspiró. No había pasado tanto tiempo, pero ya añoraba su antigua ocupación, por la cual se le apodaba el Cantero de Estrasburgo. Transportar piedras y ladrillos desde Estrasburgo había sido su empleo durante años. Pero no conduciendo un gusamión, por supuesto, sino arrastrando pesados carromatos a lomos de su camello. Durante veinticinco años había sido un mísero asalariado de un constructor del segundo anillo. Por un magro jornal, había viajado sin cesar a Estrasburgo, una y otra vez, diez veces al año, con apenas dos días de descanso entre cada viaje; había desmontado ladrillo a ladrillo innumerables edificios abandonados; había pasado todo tipo de calamidades bajo el implacable sol del desierto. Y había tenido suerte de encontrase con Robespierre cinco años atrás; éste lo había sacado de la miseria. En realidad, había continuado ejerciendo el mismo trabajo. Robespierre le compraba a buen precio parte de los ladrillos, que utilizaba en ampliar los pasadizos que horadaban la tierra debajo de su casa. Pero Estrasburgo había sido devastada delante de sus ojos. Apenas había tenido tiempo de huir, teniendo que abandonar toda la mercancía al fuego del ejército imperial. Y ése había sido el triste final a sus veinticinco años de viajes por el desierto. Sintió una fuerte presión en el pecho al recordar el sufrimiento y la impotencia que había sentido, y cómo había estado a punto de perecer junto a sus piedras, sin la fuerza de voluntad suficiente para abandonarlas.

Hijos del desiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora