Capítulo 6: La ordalía

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El día amaneció nublado, frío y lluvioso. Sobre las estrechas callejuelas del segundo anillo de Imperburgo, caían gruesos goterones impregnados de arena arcillosa que levantaba una persistente tramontana. Poco a poco, las calles se iban convirtiendo en cenagales intransitables. Sin embargo, estaban abarrotadas de gente. Porque era un día especial, el día de la ordalía, el día en que los hombres expiaban su culpa ante el Dios Único, y nadie quería perderse el espectáculo, ni aunque Set les enviara un devastador vendaval de fuego.

Las puertas del segundo anillo se habían abierto por una vez a los parias del tercero, que podían asistir libremente a la celebración. Una muchedumbre de hombres, mujeres y niños, vestidos con pellizas o chilabas de piel de camello, marrones y gualdas, caminaba en abigarrada procesión por la calle de los Esclavos, una empinada y sinuosa vía que desembocaba en la plaza del Anfiteatro, el lugar donde se celebrarían las ejecuciones. Las mujeres se cubrían la cabeza con pañuelos blancos; los hombres con gorras redondas de fieltro. Muchos de ellos pisaban por vez primera (y quizá última) las calles del segundo anillo. Todas las bocacalles estaban vigiladas por soldados imperiales, de forma que nadie podía abandonar la estrecha callejuela. Desde los tejados y terrados, que casi se tocaban, formando una cúpula irregular sobre la calle, cientos de policías, embutidos en sus trajes de color sepia, controlaban que no se produjera ningún altercado.

El anfiteatro tenía forma ovalada. Había sido construido hacía más de cien años con grandes sillares de piedra transportados desde la península itálica. El perímetro exterior estaba porticado. Las columnas eran de mármol blanco, gruesos cilindros estriados de más de un metro de diámetro coronados por un capitel de corte clásico, adornado con volutas y hojas de acanto. Sobre los capiteles, el entablamento estaba decorado con cientos de gárgolas que representaban monstruos alados imaginarios. En los amplios soportales, los comerciantes, mercachifles y buhoneros del segundo anillo ofrecían todo tipo de productos a los viandantes; a su alrededor, los músicos ambulantes, los cómicos, mimos, tahúres, trileros y magos ofrecían un variopinto espectáculo. Los gritos de los vendedores se mezclaban con el sonido de la música, los pitidos de los guardias urbanos y el zumbido de los helicópteros policiales que sobrevolaban el teatro, en una batahola sin fin.

Tres arterias confluían en la plaza del Anfiteatro: la calle de los Esclavos, la calle del Tremedal y la vía Augusta. A diferencia de las dos primeras, tan estrechas que se convertían en un verdadero cuello de botella en su desembocadura, la vía Augusta era amplia y espaciosa. Esta avenida atravesaba Imperburgo de norte a sur, y era el camino oficial del emperador y la nobleza cuando viajaban por tierra, la única calle empedrada del segundo anillo.

La agitada actividad comercial en los aledaños del anfiteatro se paralizó cuando sonaron las trompetas que anunciaban la llegada de la comitiva imperial. En un instante, cesaron el bullicio, los regateos y los gritos de los vocingleros. A lomos de soberbios corceles negros como la noche llegaron primero veinte Aves Negras. Los penachos negros de sus cascos ondeaban al viento. Mientras los chambelanes de librea abrían los portalones de entrada, éstos se situaron en sendas hileras, formando un pasillo de seguridad para el emperador.

A lo lejos, caminando por la vía empedrada, se divisó la figura del portaestandarte imperial. Tras él, rodeado de más soldados de Seguridad Imperial, apareció el ostentoso carruaje del emperador, de motor tan silencioso que parecía moverse como por arte de magia. Las paredes exteriores estaban repujadas de oro y plata. En el pescante, sobre la cabeza del conductor, un inmenso zopilote esculpido en bronce batía sus alas. Siguiendo su estela, se movía la calesa del sumo sacerdote, escoltada por varios kraken. Y, detrás, envuelta en una nube de soldados de penacho amarillo a caballo, se divisaba la larga hilera de carruajes de los nobles, impulsados por sus ronroneantes motores Gramme, y cuyas capotas estaban adornadas con cactus de latón y bronce.

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