Hermandad de la Luna Oculta (3)

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La luna llena brillaba en el cielo estrellado cuando llegó el guerrero a caballo. Llevaba calado un casco de bronce, la frente pintada de azul y la mano derecha aferrada a la empuñadura de su espada, que aún reposaba en su larga vaina. Su mirada era torva.

Las dos mujeres que lo vieron venir se asustaron en un principio, pero entonces apareció a su lado el forastero de extraños ropajes y mirada bondadosa que había curado a uno de los niños del poblado, y se tranquilizaron.

El guerrero esperó unos minutos y, cuando la gente del poblado se hubo congregado alrededor de las dos mujeres, habló. Aunque no entendían nada de lo que decía, su voz autoritaria y severa los llenó de temor. El antepasado del Druida Índigo aferró el amuleto de arcoltán que colgaba de su cuello y, transido de tristeza, tradujo las palabras del guerrero con voz compungida.

Gunn, el de la pelliza de lana negra, los observaba con atención, oculto entre la espesura del sotobosque. Aunque desde allí no podía oír lo que decían, sabía a ciencia cierta que aquellos extraños hombres solo eran portadores de desgracias. No en vano Toth le había prevenido del forastero de largos bigotes grises.

Gunn regresó al cerro en el que vivía junto a su reducido grupo de adláteres y no salió de él en los siguientes diez años. Si quería conservar el tesoro, no podía arriesgarse a ser descubierto por los hombres de fiera mirada y armas afiladas.

Fueron diez años muy duros para el poblado, diez años en los que, esclavizados, trabajaron sin descanso en la cantera de arcoltán. Los hombres, convertidos en canteros involuntarios, picaban la pared de piedra durante incontables horas cada día. Extraían grandes trozos de roca que después desmenuzaban, y si había suerte, extraían el preciado mineral. Las mujeres y los niños portaban el arcoltán en grandes capazos hasta el almacén, siempre custodiado por dos fornidos guerreros. Las condiciones de trabajo eran cada vez más duras y difíciles. La veta original se agotó con rapidez, y cada vez debían subir más y más alto por la abrupta ladera del cerro. Cada vez con más frecuencia moría un hombre despeñado.

Los fieros guerreros de ojos grises bautizaron con el nombre de Arbongo al extraño poblado nacido en la falda del cerro.

Periódicamente llegaba al poblado un grupo de hombres de ojos grises, envueltos en largas túnicas, que recogían el mineral y se lo llevaban en carromatos. Eran los porteadores del Señor del Arcoltán, el noble arb que exportaba el valioso mineral al Imperio, donde los técnicos le habían encontrado una enorme utilidad. Envalentonado por su éxito y los pingües beneficios de su empresa, el noble lanzó un pulso a los siete tetrarcas: exigió que lo convirtieran en el octavo tetrarca. Y ése fue el principio del fin, pues los tetrarcas, rabiosos por el indigno comercio del noble arb con el Imperio, le declararon la guerra.

Habían pasado diez años desde el infausto día en que el antepasado del Druida Índigo hollara por vez primera las tierras de Arbongo. El poblado, diezmado por los accidentes, la fatiga, las enfermedades y los castigos de los guerreros de ojos grises, a duras penas sobrevivía a su infortunio.

Pero lo peor estaba aún por llegar.

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