Aguasbravas era una ciudad oriental situada a más de dos mil kilómetros de Imperburgo. Lamía sus calles el río Aguasbravas, que daba nombre a la ciudad. Era un río impetuoso, bravo, pérfido y traicionero, cuyas aguas se habían tragado cientos de vidas humanas. Aunque a la altura de la ciudad el cauce era más sosegado que en los rápidos que serpenteaban montaña arriba, nadie debía perder el respeto a sus zainas corrientes. El río bordeaba la urbe en forma de herradura, encerrándola entre sus aguas y una escarpada pared vertical de roca, por lo que éste formaba una especie de foso natural. La ciudad era un infranqueable fortín.
Eva de Luna viajaba en un cabriolé impulsado por un ronroneante motor Gramme. Estaba anonadada, en estado de shock. Lo que veía, lo que había visto a lo largo de su viaje desde Imperburgo hasta Aguasbravas era imposible. Se diría que vivía en otro mundo. ¿Dónde estaban los anillos de la ciudad? ¿Dónde estaba el Imperio? ¿Dónde estaban los barrenderos que debían velar por la seguridad del pueblo y por la integridad del desierto?
El coche ascendía por una colina tachonada de árboles. El camino por el que transitaban estaba vigilado por sendas hileras de álamos. ¡Circulaban por una alameda! Y no es que a ella le desagradara la vegetación ni le tuviera miedo, como les ocurría a muchos necios crédulos, sino que estaba sufriendo un choque cultural. A ella siempre le habían gustado las plantas y, de hecho, había aprovechado su libertad nobiliaria para cultivar su propio jardín y mostrarse en público con flores prendidas en el pelo. Había visitado el Pueblo Arborícola, donde no había experimentado el pavor que mostraban los policías que la acompañaban, sino una extraña placidez. Pero aquello era distinto, ya que se encontraban en una ciudad del Imperio, una ciudad en la que los árboles crecían en libertad, en la que los cultivos no tenían mallas protectoras (o bien tenían mallas rajadas e inservibles), en la que la hiedra trepaba por las paredes de las casas, y en la que a duras penas sobrevivían algunos restos dispersos de muros agrietados, resquebrajados y engullidos por las malas hierbas.
¡No había murallas que separaran físicamente las clases sociales!
Al principio del camino, en la falda de la montaña, Eva había visto casas de adobe muy pobres. A medida que ascendían, éstas se habían ido transformando de forma gradual, y en ese momento el camino estaba flanqueado por sólidas casas de piedra, habitadas sin duda alguna por dunócratas. Sin embargo, no había barreras; los dunervos podían pasear con total impunidad por aquellas calles.
Eva debía estar preparada, pero no lo estaba. Todo aquello chocaba con su educación de noble. Su viaje hacia el este había sido largo. Durante varios días había sobrevolado un desierto que se volvía cada vez más florido. Al principio no eran más que pequeñas islas verdes las que mancillaban el árido suelo imperial. Pero, poco a poco, la vegetación había ido ganando terreno, y los yermos pedregales habían sido desplazados por verdes praderas y zonas boscosas.
Por supuesto, similares signos de decadencia estaban presentes en mayor o menor grado en las ciudades en las que la capitana había pernoctado. No obstante, nada de aquello era comparable a lo que veía en Aguasbravas. Eva pensó en Renesburgo, en la ciudad rebelde que había vivido en armonía con las plantas y con los arborícolas. Había sido así antaño, florida y decadente, hasta que el orden había sido restablecido por la casa Bretaña.
Eva se maldijo a sí misma por su ignorancia y su ingenuidad. Se enfadó con su padre, quien le había ocultado lo que ocurría, manteniéndola encerrada en una feliz burbuja aislada del mundo. Sin duda, hacía mucho tiempo que los cambios convulsionaban el este del Imperio.
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Hijos del desierto
Ciencia Ficción¿Te imaginas un mundo futuro desértico, azotado periódicamente por inundaciones de hojas? ¿Te imaginas un imperio del futuro, más atrasado tecnológicamente, en el que los árboles y las plantas son odiados, pero en el que sobrevive una isla de verdor...