Capítulo 12: Primeras conjeturas

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El día amaneció lluvioso sobre Parisii, la capital del Pueblo Arborícola. Negros nubarrones tejían un palio grisáceo y ominoso sobre los arborícolas, aún sobrecogidos por los trágicos sucesos del día anterior, el infausto primer día de la primavera entrante. Ni siquiera las grullas de mal agüero se habían atrevido a levantar el vuelo aquella triste mañana.

La noticia se había extendido como un reguero de pólvora por toda la ciudad, que estaba sumida en un completo estupor. “Ha habido un asesinato”, cuchicheaban de puerta en puerta hombres y mujeres, sintiendo un miedo impregnado de excitación que los llenaba de confusión, pero también de mórbida curiosidad. Algo imposible, impensable, nada menos que un asesinato, había convulsionado el Pueblo Arborícola.

Ajena a estos acontecimientos, recostada aún sobre un mullido lecho de hojas de abedul, las largas trenzas rubias esparcidas en completo desorden, Camma entreabría adormilada sus blancos párpados. Dos arbandruis la ayudaron a levantarse y la condujeron hasta el árbol, sonrientes. Una agradable fragancia la envolvió. Era el olor de las flores rojas y blancas que habían crecido durante la noche, de los nuevos brotes verdes que habían nacido de unas ramas ahora fuertes y robustas, de un árbol que estaba curado.

Al otro lado de la palestra, apoyado en el tronco del ahora saludable y vigoroso árbol, del que habían desaparecido las estrías amarillentas, Diviciaco esperaba con impaciencia su proclamación como vencedor del certamen. Era impensable para él que la joven e inexperta druidesa pudiera curar el árbol, y menos en un tiempo tan breve. Así que iba a resultar una gran sorpresa el conocer que la primera prueba terminaría en tablas.

A pesar de la importancia del concurso de sucesión, apenas unas decenas de espectadores contemplaron desde las gradas vacías el lento caminar por la palestra del Druida Violeta, que, apoyándose en su cayado de encina, se acercaba a comprobar el estado de los dos árboles enfermos. No estaban allí los tetrarcas ni el Druida Índigo, que, dada la gravedad de los acontecimientos, deliberaban en esos momentos en el palacio de Vercingetórix.

Camma se sentía exhausta pero feliz. Buscó con la mirada a su padre. Sin embargo, tan solo encontró tronos vacíos allí donde debían sentarse los tetrarcas. Preocupada, dirigió su mirada a la gran secuoya en el lado opuesto de la palestra. Descorazonada, comprobó que no solo su maestro no había aparecido, sino que también el Druida Índigo se había marchado. El Druida Violeta palpaba con sus manos callosas la corteza del árbol, y su cercanía le hizo percibir un olor extraño, ajeno a un gran druida: era el olor del miedo, de la congoja provocada por un suceso terrible.

En el lugar del crimen, la situación era muy tensa y extraña. El cadáver del agente muerto, que no había sido retirado, estaba siendo examinado por dos forenses imperiales. Cerca de ellos se encontraban expectantes la capitana Eva de Luna y el agente imperial Raúl de Talavera, así como el arpitán Ortiagón. Los rodeaban una treintena de policías imperiales, con sus armas láser en ristre, aferradas en posición de combate, y las gorras de visera triangular caladas. Sus trajes de color sepia contrastaban con los sagum blancos de los arbociles arborícolas que completaban el círculo, y quienes, no menos tensos, las manos puestas en las empuñaduras de sus espadas, vigilaban la situación en estado de máxima alerta. Los policías imperiales, lejos de la calidez de las dunas, estaban inquietos, temerosos, abrumados por la espesa vegetación que crecía en absoluta libertad.

—El disparó le reventó el cuello y lo mató en el acto. Ésa es la causa del deceso, sin duda —dijo uno de los forenses—. El rayo penetró en la garganta rozando la nuez de Adán.

La capitana de Luna miró a Ortiagón con el ceño fruncido. El arpitán se encogió de hombros y chasqueó con los dedos, tras lo cual un arbocil trajo a un hombre de edad madura, cuyas mejillas quedaban casi ocultas tras la frondosidad de su mostacho gris oscuro.

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