La Hermandad de la Luna Oculta (2)

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Eran los tiempos de un antepasado del Druida Índigo, que no era un gran druida, como su descendiente, pero sí un druida médico de cierta reputación. La Hermandad de la Luna Oculta —o lo que quedaba de ella— no era más que una secta en un poblado que se extendía a los pies de un cerro alto y escarpado, a orillas de una lago de agua fría y cristalina.

Como se podría haber previsto, aunque no lo hizo así Esmeralda, el número de habitantes de la Hermandad de la Luna Oculta creció en pocas generaciones, de forma que la cima del cerro se quedó pequeña, lo que incitó a un grupo de intrépidos exploradores a descender por el camino de la ladera sur y asentarse a orillas del lago. Al principio tenían un miedo atroz a la luna, sobre todo cuando estaba llena, pues los habían inducido a temerla desde muy pequeños, y muchos de ellos regresaron temporalmente al cerro; pronto perdieron ese terror irracional, con lo que el poblado floreció a espaldas de su misión de proteger el tesoro (de la que, a decir verdad, se olvidaron por completo, permaneciendo en la memoria colectiva como una lejana leyenda de incierto origen).

Solo un pequeño grupito de fanáticos, convencidos de estar en posesión de la verdad, y de que eran los esforzados protectores del tesoro, permaneció oculto en la cumbre del cerro, siempre al pie del cañón. Entre ellos se encontraba Gunn.

Gunn, el de la pelliza de lana negra, defendió con uñas y dientes el tesoro, que los herejes del poblado intentaron robar con la intención de hundirlo en el lago. Se mantuvo firme, bien protegido por sus acólitos incondicionales, salvando así la Hermandad de la Luna Oculta. Sin embargo, él mismo sabía que a largo plazo las posibilidades de supervivencia eran casi nulas, a no ser que consiguiera captar más adeptos. Pero ¿qué se podía esperar de esa panda de descreídos? Intentó asustarlos, profetizando una gran desgracia colectiva si no se arrepentían de sus pecados. Pero todo fue inútil. Lo que él no se podía imaginar era que la profecía se cumpliría, fatalmente. Y todo fue fruto de dos sucesos muy improbables, a los que se unió la indestructible codicia humana.

Una mañana como otra cualquiera, dos niños jugueteaban en la base del farallón. Eran hábiles escaladores y trepadores, pero había una pequeña oquedad, situada a cierta altura, a la que nadie había conseguido llegar. Se retaron a conseguirlo. Pegados a la roca como arañas, aprovechando cada resquicio en la pared vertical, fueron trepando poco a poco. A punto estuvieron de caer varias veces, muriendo así en su alocado empeño, pero la fortuna los acompañó, de forma que al final alcanzaron su objetivo.

La oquedad resultó ser poco profunda, y no había allí nada de interés. Cuando ya se disponían a bajar, uno de los niños se fijó en un trozo de roca de color metálico. Agarró el mineral con sus dedos y lo separó de la pared con facilidad.

Este hecho, en apariencia insignificante, cambió el destino del poblado de forma fatal. Y es que ese mineral, al que más tarde alguien bautizaría con el nombre de arcoltán, por alguna razón desconocida adquirió para ellos un significado mágico, por lo que comenzaron a fabricar con él amuletos de la suerte. Habían encontrado la pólvora que arrasaría con ellos.

Varios años después del insólito descubrimiento del niño ocurrió un hecho si cabe más improbable: el antepasado del Druida Índigo, explorando la selva en busca de nuevas hierbas medicinales, encontró, por pura casualidad, el poblado. Los indígenas, que todavía no conocían la crueldad humana, recibieron con hospitalidad a ese hombre extraño, de mirada despistada pero bondadosa y largos bigotes grises, vestido con raros ropajes, y que hablaba una lengua que no entendían.

Y era verdad que nada debían temer de aquel hombre, que en toda su vida no había hecho otra cosa que ayudar a los demás a superar las enfermedades que contraían. Dio la casualidad de que uno de los niños del poblado enfermó a los pocos días de llegar el druida. Era una infección muy leve, así que el médico lo curó en poco tiempo usando un jarabe de su botiquín. Aunque él intentó explicarles que el niño se habría curado solo, sin su intervención, ellos no le entendieron, y comenzaron a venerarlo como a un mago benefactor.

El druida pasó dos meses inolvidables entre los indígenas, buscando nuevas hierbas curativas y mostrando a los sorprendidos nativos sus habilidades de curandero, pero llegó el día en que no pudo demorar más su partida. En agradecimiento a sus atenciones, cada hombre y mujer del poblado le regaló un amuleto de la suerte, ya que no tenían nada más que ofrecerle. De esta manera, el druida se llevó dentro de su morral la mecha que más tarde prendería la pólvora destructiva.

En todo este tiempo, Gunn bajó una sola vez de su santuario en lo alto del cerro para espiar al druida escondido entre los brezos. Cinco minutos le bastaron para tomar una decisión: no le gustaba ese forastero extraño. Toth, en su infinita sabiduría, iluminaba su intuición: el momento de mostrar el tesoro no había llegado.

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