Capítulo 14: La tormenta de arena

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Avanzaban con excesiva lentitud. Era evidente, así como que no llegarían a tiempo al dunasis, el campo de aloes. En realidad, no llegarían; sus huesos resecos se pudrirían bajo los rayos implacables del sol del desierto. O, al menos, ésos eran los negros pensamientos de Benjamín Caro, quien, con la lengua reseca, caminaba tirando de las riendas de su camello junto a Darwin.

—Los han secado a propósito —dijo el técnico—. Por Morrigan…

—¡Sapos y culebras! No malgastes saliva, la vas a necesitar.

Continuaron andando, pues hablar era un lujo que no se podían permitir muy a menudo. El camino era una larga recta que se adentraba en un árido mar de tierra reseca, inhóspita, salpicada por algunas islas de matojos marrones, brezos y arbustos espinosos puntiagudos, una tierra que parecía interminable, estremecedora, una inmensa tumba. El liso horizonte, en apariencia infranqueable, quedaba truncado aquí y allá por lejanos peñascos.

Llevaban ya más de dos meses caminando por el desierto. Habían partido con agua suficiente para soportar un mes y medio de viaje con relativa comodidad, habiendo planeado repostar en los aljibes, a los que llegaron un mes después de partir. Sin embargo, su sorpresa fue mayúscula cuando se encontraron con los depósitos vacíos, secos, el agua evaporada del todo. Si bien era cierto que el invierno y la primavera habían sido extremadamente secos, sin apenas lluvias, la desecación de los aljibes era imposible, o así lo creía Darwin. Ni en los peores años habían bajado del veinte por ciento de su capacidad, pues contaban con un avanzado sistema que evitaba la evaporación del agua. Para Darwin, la explicación era bien sencilla: habían desconectado los sistemas de protección, provocando la rápida desaparición del agua.

Benjamín no recordaba un viaje tan duro como aquél. Llevaban ya dos meses de camino sin una sola gota de lluvia. Si al menos hubiera llovido un día, habrían podido llenar los aljibes móviles. Por desgracia, se habían acostumbrado sin remedio al sabor del polvo y la arena en los labios, a las uñas resecas.

Un atisbo de sonrisa apareció en la acartonada cara de Benjamín Caro, si bien sus cansados ojos grises eran incapaces de cambiar su triste mirada.

—Biznagas —dijo, su voz convertida en un tenue susurro.

Procedieron a cortar los cactus con sus machetes, o a lanzarlos contra las piedras para partirlos. Extrajeron toda el agua que pudieron y, tras calmar un poco la sed, guardaron el resto en sus cantimploras. Había que ser muy cauto, pues beber mucha agua de golpe era un terrible error. ¡Qué difícil resultaba dominarse! Ahora cada hombre sano contaba con un litro de agua.

Sin agua suficiente para todos, habían decidido racionarla, reservándola para los niños, mujeres, enfermos y ancianos. Los hombres sanos se mantenían hidratados masticando hojas de los arbustos diseminados por el camino. De vez en cuando les sonreía la fortuna y encontraban agua en los cactus, en las raíces de algunos arbustos o en lithops, las plantas piedra que se camuflaban entre las rocas. Era muy difícil distinguir a las piedras vivas, pero el ojo experto del Cantero de Estrasburgo las veía a distancia. Un grupo pequeño habría podido sobrevivir de aquella manera hasta llegar al dunasis, pero eran muchos hombres, demasiados. Además, las reservas destinadas a los más débiles se terminaban. Los niños y los ancianos morirían.

Hijos del desiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora