Esta historia comienza en una ciudad fronteriza, decadente, una ciudad sin nombre, sin identidad propia, una ciudad azotada por los más inverosímiles acontecimientos, una ciudad que nadie recordaría si no fuera por los sucesos que aquí se relatan.
Era media tarde cuando las primeras hojas, amarillentas y ajadas, comenzaron a caer. Una hoja rozó la calva de un anciano que paseaba apoyándose en un grueso bastón, y éste aceleró su marcha cansina como si huyera de la peste negra. Mientras caminaba con paso renqueante, miraba hacia el cielo, algo extrañado y asustado, pero quizá también con alegría, pensando en que el insufrible calor diurno que padecían desaparecería de una vez. ¡Y ya era hora! El corto invierno se estaba demorando en demasía.
—¡Qué pedazo de inútiles! —farfulló indignado—. Otra vez han fallado las mallas de contención.
La lluvia de hojas continuó toda la tarde sin interrupción, lenta pero inexorable. Un manto amarillo iba cubriendo poco a poco las aceras, las calles y los jardines. Algunos niños, acabada la jornada escolar, salían en tropel a lanzarse sobre los mullidos colchones, como si se tratara de la primera gran nevada del año. Sin embargo, muchos de ellos eran arrancados de allí por sus atribulados progenitores, que les gritaban con voz histérica mientras sus hijos lloraban desencantados.
Al fin, con algo de retraso, aparecieron los barrenderos, los agentes de la ley. El tétrico aullido de los furgones amarillos de los equipos de limpieza, los kraken, marcaba el toque de queda ciudadano, pues eran, a su manera, unas modernas fuerzas del orden. Enfundados en sus herméticos trajes amarillos y armados con su inconfundible tercer brazo, un largo tubo amarillo capaz de succionar mil hojas en pocos segundos, comenzaron su dura tarea de limpieza.
En pocos minutos, las calles quedaron desiertas, abandonadas por la gente, que no parecía dispuesta a presenciar una nueva lucha entre David y Goliat. El rugido del viento competía con el bramido de los potentes aspiradores, que surgían como inmensos tentáculos de la barriga de los kraken. Se diría que el dios Eolo, herido en su orgullo, trataba de levantar olas de hojas marchitas sobre los fieros calamares gigantes que osaban desafiarle una y otra vez. Y así, mientras un mar de hojarasca embravecido anegaba la ciudad, miles de operarios se afanaban por engullirlo y restablecer el orden.
Un inmenso kraken de tres pisos llegó a la plaza Mayor, de donde surgían cinco caudalosos ríos que no paraban de crecer a cada minuto bajo la tormenta de hojas. El vientre del calamar gigante se abrió, dejando paso a una multitud de figuras citrinas. Tras ellos surgió un gigante de más de dos metros que —ataviado con túnica y pantalones ceñidos de color verde esmeralda, así como una capa amarilla que ondeaba al viento— no cesaba de departir órdenes con voz perentoria.
—¡Moveos, moveos! —gritaba Jaime de Torquemada, el gran jefe kraken—. Quiero estas calles limpias de suciedad en menos de una hora.
—Sí, don Jaime, no le defraudaremos —repetían sin cesar los barrenderos.
A su lado permanecía parado un individuo achaparrado, cuya cabeza rapada apenas rozaba la boca del estómago del gran jefe kraken. Vestía una túnica verde claro ribeteada con arabescos azules. Sus ágiles manos sostenían una tablilla electrónica en la que aparecían datos continuamente.
—¿Cuál es la altura media, fray Juan?
—Treinta centímetros. La simulación prevé cincuenta mil hojas por metro cuadrado, es decir, más del doble que en la última crisis. Quizá debamos solicitar refuerzos.
—No de momento. ¿Acaso no confías en mis chicos? Son los mejores.
Fray Juan, más conocido como el Pequeño Inquisidor, mantuvo su macilento rostro imperturbable ante la mirada cargada de rencor del gran jefe kraken. Por dentro, todo su ser se estremecía cada vez que tenía que mantener su cabeza erguida y contemplar su cara surcada de innumerables arrugas. Por fuera, sin embargo, mantenía una sonrisa imperturbable y cínica, una falsa tranquilidad que le había permitido medrar con rapidez.
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Hijos del desierto
Ciencia Ficción¿Te imaginas un mundo futuro desértico, azotado periódicamente por inundaciones de hojas? ¿Te imaginas un imperio del futuro, más atrasado tecnológicamente, en el que los árboles y las plantas son odiados, pero en el que sobrevive una isla de verdor...