Capítulo 7: Camma investiga

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 Continuos aludes de tierra ascendían desde la fosa y caían sobre montones cada vez más altos. La luna llena señoreaba orgullosa una noche clara, desprovista de nubes, en la que las estrellas titilaban sobre los árboles y el manto de nieve que cubría el bosque de los Siete Druidas.

—¿Qué hora es? —gritó el sepulturero desde la zanja.

Camma, escondida bajo la capucha de su abrigo de piel de zorro, ajustado a su cintura con un cinturón de piel de serpiente, acercó el farol de aceite a su muñeca para poder consultar la hora en su reloj.

—Las nueve —respondió Camma, de rodillas al borde de la fosa.

—Pues me cago en las barbas de los dioses del bosque —blasfemó el sepulturero, iracundo—. No me avisaron de que estaba tan profundo. ¿Acaso no pueden enterrar a los grandes druidas como a cualquier hijo de vecino? Este bosque me da repelús, y no pienso quedarme aquí después de medianoche.

—Conmigo está seguro. Soy una druidesa. Y le doblaré la paga si es necesario.

—Ni hablar, druidesa —gritó el hombre, cada vez más alterado—. Yo por la guita soy capaz de profanar cualquier tumba a cualquier hora. Pero no, no en este bosque, ni por todo el oro del mundo. No quiero terminar despedazado por un grifo.

—Quizá si deja de darle al pico y trabaja, terminemos a tiempo.

El que había hablado era un hombre alto, maduro pero bien parecido, quien se quitó el manto a cuadros con el que se abrigaba, dejó sus gafas en el suelo y, agarrando una de las palas, bajó a la zanja a cavar.

Cavaron envueltos en una vaporosa calima que abrazaba el bosque, en el tenue fragor de la noche, en los susurros de las hojas mecidas por una brisa ligera, y que hacían estremecerse al sepulturero. Al fin, tocaron fondo. Pronto, la tapa del ataúd quedó al descubierto.

—Venga, abrámosla y acabemos cuanto antes —dijo el sepulturero.

—Camma —dijo el hombre alto, mientras se limpiaba el sudor de la frente—. ¿Estás segura de que quieres continuar? El Druida Verde era muy mayor. Murió de viejo.

Camma agitó los brazos, haciendo tintinear las pulseras en las muñecas, y soltó un bufido.

—Oigan —gruñó el sepulturero, cada vez más nervioso—. Si van a echarse atrás, que sepan que me importa un pimiento, pero yo he hecho mi trabajo y quiero cobrar íntegramente lo estipulado, ni un céntimo de dinárbol menos.

El hombre alto, exasperado, volvió a ponerse las gafas y se dirigió a su rudo compañero.

—Escuche. Ha hecho su trabajo y cobrará por ello. Ahora, si me disculpa, necesito hablar a solas con la druidesa. Si es tan amable de esperarnos a cierta distancia, lo llamaré cuando haya que volver a sepultar al finado.

—¡Ja! —rió sardónico el hombre, cuyas aletas temblaban sobre los bigotes grises—. Eso ni lo sueñe. De aquí no me muevo sin ustedes. —Puso los brazos en jarras, amenazante—. ¿Quiere que me interne solo en el bosque, donde puede que me atrape un goblin de ojos rojos y piel verdosa o que me mate de un susto el lamento tétrico de una banshee? ¡Ja! Además, en mi presencia pueden hablar con total confianza que yo, si me pagan la guita, estaré calladito como una tumba. ¡Ja, ja, ja! —Se rió a carcajada limpia—. Qué buen chiste, ¿lo han pillado? Como una tumba. ¡Ja, ja!

De pronto, se oyó un graznido, quizá de un cuervo, una cotorra o un arrendajo.

—Dudo mucho que pueda estar callado, siquiera como una cotorra —le contestó el hombre alto. Le cuchicheó algo en voz tan baja que Camma no pudo oírlo a pesar del silencio de la noche.

Hijos del desiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora